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Lark House






La historia de amor entre la joven Alma Velasco y el jardinero japoné s Ichimei conduce al lector por un recorrido a travé s de diversos escenarios que van desde la Polonia de la Segunda Guerra Mundial hasta el San Francisco de nuestros dí as.

 

 


 


A mis padres, Panchita y Ramó n,

ancianos sabios

 

 


Detente, sombra de mi amor esquivo,

imagen del hechizo que má s quiero,

bella ilusió n por quien alegre muero,

dulce ficció n por quien penosa vivo.

 

SOR JUANA INÉ S DE LA CRUZ

 

 


Lark House

Irina Bazili entró a trabajar en Lark House, en las afueras de Berkeley, en 2010, con veintitré s añ os cumplidos y pocas ilusiones, porque llevaba dando tumbos entre empleos, de una ciudad a otra, desde los quince. No podí a imaginar que encontrarí a su acomodo perfecto en esa residencia de la tercera edad y que en los tres añ os siguientes llegarí a a ser tan feliz como en su infancia, antes de que se le desordenara el destino. Lark House, fundada a mediados de 1900 para albergar dignamente a ancianos de bajos ingresos, atrajo desde el principio, por razones desconocidas, a intelectuales progresistas, esoté ricos decididos y artistas de poco vuelo. Con el tiempo cambió en varios aspectos, pero seguí a cobrando cuotas ajustadas a los ingresos de cada residente para fomentar, en teorí a, cierta diversidad social y racial. En la prá ctica todos ellos resultaron ser blancos de clase media y la diversidad consistí a en sutiles diferencias entre librepensadores, buscadores de caminos espirituales, activistas sociales y ecoló gicos, nihilistas y algunos de los pocos hippies que iban quedando vivos en el á rea de la bahí a de San Francisco.

En la primera entrevista, el director de esa comunidad, Hans Voigt, le hizo ver a Irina que era demasiado joven para un puesto de tanta responsabilidad, pero como tení an que cubrir con urgencia una vacante en el departamento de administració n y asistencia, ella podí a ser suplente hasta que encontraran a la persona adecuada. Irina pensó que lo mismo que de ella se podí a decir de é l: parecí a un chiquillo mofletudo con calvicie prematura a quien la tarea de dirigir ese establecimiento seguramente le quedaba grande. Con el tiempo la muchacha comprobarí a que el aspecto de Voigt engañ aba a cierta distancia y con mala luz, pues en realidad habí a cumplido cincuenta y cuatro añ os y habí a demostrado ser un excelente administrador. Irina le aseguró que su falta de estudios se compensaba con la experiencia en el trato con ancianos en Moldavia, su paí s natal.

La tí mida sonrisa de la postulante ablandó al director, quien se olvidó de pedirle una carta de recomendació n y pasó a enumerar las obligaciones del puesto; podí an resumirse en pocas palabras: facilitar la vida a los hué spedes del segundo y tercer nivel. Los del primero no le incumbí an, pues viví an de forma independiente, como inquilinos en un edificio de apartamentos, y tampoco los del cuarto, llamado apropiadamente Paraí so, porque estaban aguardando su trá nsito al cielo, pasaban dormitando la mayor parte del tiempo y no requerí an el tipo de servicio que ella debí a ofrecer. A Irina le corresponderí a acompañ ar a los residentes a las consultas de mé dicos, abogados y contadores, ayudarlos con formularios sanitarios y de impuestos, llevarlos de compras y menesteres similares. Su ú nica relació n con los del Paraí so era organizar sus funerales, para lo que recibirí a instrucciones detalladas segú n el caso, le dijo Hans Voigt, porque los deseos de los moribundos no siempre coincidí an con los de sus familiares. Entre la gente de Lark House habí a diversas creencias y los funerales tendí an a ser ceremonias ecumé nicas algo complicadas.

Le explicó que só lo el personal domé stico, de cuidado y enfermerí a estaba obligado a llevar uniforme, pero existí a un tá cito có digo de vestimenta para el resto de los empleados; el respeto y el buen gusto eran los criterios en esa materia. Por ejemplo, la camiseta estampada con Malcolm X que lucí a Irina resultaba inapropiada para la institució n, dijo enfá ticamente. En realidad la efigie no era de Malcolm X sino del Che Guevara, pero ella no se lo aclaró porque supuso que Hans Voigt no habí a oí do hablar del guerrillero, quien medio siglo despué s de su epopeya seguí a siendo venerado en Cuba y por un puñ ado de radicales de Berkeley, donde ella viví a. La camiseta le habí a costado dos dó lares en una tienda de ropa usada y estaba casi nueva.

—Aquí está prohibido fumar —le advirtió el director.

—No fumo ni bebo, señ or.

—¿ Tiene buena salud? Eso es importante en el trato con ancianos.

—Sí.

—¿ Hay alguna cuestió n que yo deba saber?

—Soy adicta a videojuegos y novelas de fantasí a. Ya sabe, Tolkien, Neil Gaiman, Philip Pullman. Ademá s trabajo lavando perros, pero no me ocupa muchas horas.

—Lo que haga en su tiempo libre es cosa suya, señ orita, pero en su trabajo no puede distraerse.

—Por supuesto. Mire, señ or, si me da una oportunidad, verá que tengo muy buena mano con la gente mayor. No se arrepentirá —dijo la joven con fingido aplomo.

Una vez concluida la entrevista, el director le mostró las instalaciones, que albergaban a doscientas cincuenta personas con una edad media de ochenta y cinco añ os. Lark House habí a sido la magní fica propiedad de un magnate del chocolate, que la donó a la ciudad y dejó una generosa dotació n para financiarla. Consistí a en la mansió n principal, un palacete pretencioso donde estaban las oficinas, así como las á reas comunes, biblioteca, comedor y talleres, y una serie de agradables edificios de tejuela de madera, que armonizaban con el parque, aparentemente salvaje, pero en realidad bien cuidado por una cuadrilla de jardineros. Los edificios de los apartamentos independientes y los que albergaban a los residentes de segundo y de tercer nivel se comunicaban entre sí por anchos corredores techados, para circular con sillas de ruedas a salvo de los rigores del clima, y con laterales de vidrio, para apreciar la naturaleza, el mejor bá lsamo para las penas a cualquier edad. El Paraí so, una construcció n de cemento aislada, habrí a desentonado con el resto si no hubiera estado cubierto por completo de hiedra trepadora. La biblioteca y sala de juegos estaban disponibles a todas horas; el saló n de belleza tení a horario flexible y en los talleres ofrecí an diversas clases, desde pintura hasta astrologí a, para aquellos que todaví a anhelaban sorpresas del futuro. En la Tienda de Objetos Olvidados, como rezaba el letrero sobre la puerta, atendida por damas voluntarias, vendí an ropa, muebles, joyas y otros tesoros descartados por los residentes o dejados atrá s por los difuntos.

—Tenemos un excelente club de cine. Proyectamos pelí culas tres veces por semana en la biblioteca —dijo Hans Voigt.

—¿ Qué clase de pelí culas? —le preguntó Irina, con la esperanza de que fueran de vampiros y ciencia ficció n.

—Las selecciona un comité y dan preferencia a las de crí menes, les encantan las de Tarantino. Aquí hay cierta fascinació n por la violencia, pero no se asuste, entienden que es ficció n y que los actores reaparecerá n en otras pelí culas, sanos y buenos. Digamos que es una vá lvula de escape. Varios de nuestros hué spedes fantasean con asesinar a alguien, por lo general de su familia.

—Yo tambié n —replicó Irina sin vacilar.

Creyendo que la joven bromeaba, Hans Voigt se rió complacido; apreciaba el sentido del humor casi tanto como la paciencia entre sus empleados.

En el parque de á rboles antiguos correteaban confiadamente ardillas y un nú mero poco usual de ciervos. Hans Voigt le explicó que las hembras llegaban a parir y criar allí a los cervatillos hasta que pudieran valerse por sí mismos, y que la propiedad tambié n era un santuario de pá jaros, especialmente alondras, de las que provení a el nombre: Lark House, casa de alondras. Habí a varias cá maras colocadas estraté gicamente para espiar a los animales en la naturaleza y, de paso, a los ancianos que pudieran perderse o accidentarse, pero Lark House no contaba con medidas de seguridad. De dí a las puertas permanecí an abiertas y só lo habí a un par de guardias desarmados que hací an ronda. Eran policí as retirados de setenta y setenta y cuatro añ os respectivamente; no se requerí a má s, porque ningú n maleante iba a perder su tiempo asaltando a viejos sin ingresos. Se cruzaron con un par de mujeres en sillas de ruedas, con un grupo provisto de caballetes y cajas de pinturas para una clase al aire libre y con algunos hué spedes que paseaban a perros tan estropeados como ellos. La propiedad lindaba con la bahí a y cuando subí a la marea se podí a salir en kayak, como hací an algunos de los residentes a quienes sus achaques no habí an derrotado todaví a. «Así me gustarí a vivir», suspiró Irina, aspirando a bocanadas el dulce aroma de pinos y laureles y comparando esas agradables instalaciones con las guaridas insalubres por las que ella habí a deambulado desde los quince añ os.

—Por ú ltimo, señ orita Bazili, debo mencionarle los dos fantasmas, porque seguramente será lo primero que le advierta el personal haitiano.

—No creo en fantasmas, señ or Voigt.

—La felicito. Yo tampoco. Los de Lark House son una mujer joven con un vestido de velos rosados y un niñ o de unos tres añ os. Es Emily, hija del magnate del chocolate. La pobre Emily se murió de pena cuando su hijo se ahogó en la piscina, a finales de los añ os cuarenta. Despué s de eso el magnate abandonó la casa y creó la fundació n.

—¿ El chico se ahogó en la piscina que me ha enseñ ado?

—La misma. Y nadie má s ha muerto allí, que yo sepa.

Irina pronto iba a revisar su opinió n sobre los fantasmas, porque descubrirí a que muchos de los ancianos estaban permanentemente acompañ ados por sus muertos; Emily y su hijo no eran los ú nicos espí ritus residentes.

Al dí a siguiente a primera hora, Irina se presentó al empleo con sus mejores vaqueros y una camiseta discreta. Comprobó que el ambiente de Lark House era relajado sin caer en la negligencia; parecí a un colegio universitario má s que un asilo de ancianos. La comida equivalí a a la de cualquier restaurante respetable de California: orgá nica dentro de lo posible. El servicio era eficiente y el de cuidado y enfermerí a era todo lo amable que se puede esperar en estos casos. En pocos dí as se aprendió los nombres y maní as de sus colegas y de los residentes a su cargo. Las frases en españ ol y francé s que pudo memorizar le sirvieron para ganarse el aprecio del personal, proveniente casi exclusivamente de Mé xico, Guatemala y Haití. El salario no era muy elevado para el duro trabajo que hací an, pero muy pocos poní an mala cara. «A las abuelitas hay que mimarlas, pero sin faltarles el respeto. Lo mismo a los abuelitos, pero a ellos no hay que darles mucha confianza, porque se portan malucos», le recomendó Lupita Farí as, una chaparrita con cara de escultura olmeca, jefa del equipo de limpieza. Como llevaba treinta y dos añ os en Lark House y tení a acceso a las habitaciones, Lupita conocí a í ntimamente a cada ocupante, sabí a có mo eran sus vidas, adivinaba sus malestares y los acompañ aba en sus penas.

—Ojo con la depresió n, Irina. Aquí es muy comú n. Si notas que alguien está aislado, anda muy triste, se queda en cama sin motivo o deja de comer, vienes corriendo a avisarme, ¿ entendido?

—¿ Y qué haces en ese caso, Lupita?

—Depende. Los acaricio, eso siempre lo agradecen, porque los viejos no tienen quien los toque, y los engancho con un serial de televisió n; nadie quiere morirse antes de ver el final. Algunos se alivian rezando, pero aquí hay muchos ateos y é sos no rezan. Lo má s importante es no dejarlos solos. Si yo no estoy a mano, avisas a Cathy; ella sabe qué hacer.

La doctora Catherine Hope, residente del segundo nivel, habí a sido la primera en darle la bienvenida a Irina en nombre de la comunidad. A los sesenta y ocho añ os, era la má s joven de los residentes. Desde que estaba en silla de ruedas habí a optado por la asistencia y compañ í a que le ofrecí a Lark House, donde llevaba un par de añ os. En ese tiempo se habí a convertido en el alma de la institució n.

—La gente mayor es la má s divertida del mundo. Ha vivido mucho, dice lo que le da la gana y le importa un bledo la opinió n ajena. Nunca te vas a aburrir aquí —le dijo a Irina—. Nuestros residentes son personas educadas y si tienen buena salud, siguen aprendiendo y experimentando. En esta comunidad hay estí mulo y se puede evitar el peor flagelo de la vejez: la soledad.

Irina estaba al tanto del espí ritu progresista de la gente de Lark House, conocido porque en má s de una ocasió n habí a sido noticia. Existí a una lista de espera de varios añ os para ingresar y habrí a sido má s larga si muchos de los postulantes no hubieran fallecido antes de que les tocara el turno. Esos viejos eran prueba contundente de que la edad, con sus limitaciones, no impedí a divertirse y participar en el ruido de la existencia. Varios de ellos, miembros activos del movimiento Ancianos por la Paz, destinaban los viernes por la mañ ana a protestar en la calle contra las aberraciones e injusticias del mundo, especialmente del imperio norteamericano, del cual se sentí an responsables. Los activistas, entre quienes figuraba una dama de ciento un añ os, se daban cita en una esquina de la plaza del barrio frente al cuartelillo de policí a, con sus bastones, andadores y sillas de ruedas, enarbolando carteles contra la guerra o el calentamiento global, mientras el pú blico los apoyaba a bocinazos desde los coches o firmando las peticiones que los furibundos bisabuelos les poní an delante. En má s de una ocasió n, los revoltosos habí an aparecido en televisió n mientras la policí a hací a el ridí culo tratando de dispersarlos con amenazas de gas lacrimó geno, que jamá s se concretaban. Emocionado, Hans Voigt le habí a mostrado a Irina una placa colocada en el parque en honor a un mú sico de noventa y siete añ os, que murió en 2006 con las botas puestas y a pleno sol, tras sufrir un ataque cerebral fulminante mientras protestaba contra la guerra de Irak.

Irina se habí a criado en una aldea de Moldavia habitada por viejos y niñ os. A todos les faltaban dientes, a los primeros porque los habí an perdido con el uso y a los segundos porque estaban cambiando los de leche. Pensó en sus abuelos y, como tantas veces en los ú ltimos añ os, se arrepintió de haberlos abandonado. En Lark House se le presentaba la oportunidad de darles a otros lo que no pudo darles a ellos y, con ese propó sito en mente, se dispuso a atender a las personas a su cargo. Pronto se los ganó a todos y tambié n a varios del primer nivel, los independientes.

Desde el comienzo le llamó la atenció n Alma Belasco. Se distinguí a entre las otras mujeres por su porte aristocrá tico y por el campo magné tico que la aislaba del resto de los mortales. Lupita Farí as aseguraba que la Belasco no calzaba en Lark House, que iba a durar muy poco y que en cualquier momento vendrí a a buscarla el mismo chofer que la habí a traí do en un Mercedes Benz. Pero fueron pasando los meses sin que eso ocurriera. Irina se limitaba a observar a Alma Belasco de lejos, porque Hans Voigt le habí a ordenado concentrarse en sus obligaciones con las personas del segundo y tercer nivel, sin distraerse con los independientes. Bastante ocupada estaba atendiendo a sus clientes —no se llamaban pacientes— y aprendiendo los pormenores de su nuevo empleo. Como parte de sus entrenamientos, debí a estudiar los ví deos de los funerales recientes: una judí a budista y un agnó stico arrepentido. Por su parte, Alma Belasco no se habrí a fijado en Irina si las circunstancias no la hubieran convertido brevemente en la persona má s polé mica de la comunidad.

 



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