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Irina Bazili






En 2013 Irina Bazili celebró en privado con una panzada de pasteles de crema y dos tazas de cacao caliente el tercer aniversario de su empleo con Alma Belasco. En ese tiempo habí a llegado a conocerla a fondo, aunque habí a misterios en la vida de esa mujer que ni ella ni Seth habí an descifrado, en parte porque todaví a no se lo habí an propuesto en serio. En el contenido de las cajas de Alma, que ella debí a ordenar, se fueron revelando los Belasco. Así conoció Irina a Isaac, con su severa nariz aguileñ a y sus ojos bondadosos; a Lillian, baja de estatura, amplia de pechuga y bella de cara; a sus hijas Sarah y Martha, feas y muy bien vestidas; a Nathaniel de chico, flaco y con aire desamparado; má s tarde, cuando era un joven esbelto y muy guapo, y al final, esculpido a cincel por los estragos de la enfermedad. Vio a la niñ a Alma recié n llegada a Amé rica; a la joven de veintiú n añ os, en Boston, cuando estudiaba arte, con boina negra e impermeable de detective, el estilo masculino que adoptó despué s de deshacerse del ajuar de su tí a Lillian, que nunca aprobó; como madre, sentada en la pé rgola del jardí n de Sea Cliff, con su hijo Larry de tres meses en el regazo y su marido de pie detrá s, con una mano en su hombro, posando como para un retrato de la realeza. Desde niñ a, se adivinaba la mujer que Alma iba a ser, imponente, con su mechó n blanco, su boca ligeramente torcida y sus ojeras depravadas. Irina debí a colocar las fotos cronoló gicamente en los á lbumes, de acuerdo con las instrucciones de Alma, quien no siempre recordaba dó nde o cuá ndo habí an sido tomadas. Aparte del retrato de Ichimei Fukuda, en su apartamento habí a só lo otra foto enmarcada: la familia en el saló n de Sea Cliff, cuando Alma celebró sus cincuenta añ os. Los hombres vestí an de esmoquin y las mujeres de largo, Alma de raso negro, altiva como una emperatriz viuda, y su nuera Doris, pá lida y cansada, con un vestido de seda gris con pliegues por delante para disimular su segundo embarazo; esperaba a su hija Pauline. Seth, de añ o y medio, se mantení a de pie, agarrado con una mano al vestido de su abuela y con la otra a la oreja de un cocker spaniel.

Durante el tiempo que llevaban juntas, el ví nculo entre las dos mujeres fue parecié ndose al de una tí a y su sobrina. Habí an afinado sus rutinas y podí an compartir durante horas el reducido espacio del apartamento sin hablarse ni mirarse, cada una enfrascada en lo suyo. Se necesitaban mutuamente. Irina se consideraba privilegiada por contar con la confianza y el apoyo de Alma y a su vez é sta agradecí a la fidelidad de la muchacha. Le halagaba el interé s de Irina por su pasado. Dependí a de ella para fines prá cticos y para mantener su independencia. Seth le habí a recomendado que, cuando llegara el momento en que necesitara cuidados, regresara a la casa familiar de Sea Cliff o contratara ayuda permanente en su apartamento; dinero no le faltaba para eso. Alma iba a cumplir ochenta y dos añ os y planeaba vivir diez má s sin ese tipo de ayuda y sin que nadie se atribuyera el derecho a decidir por ella.

—Yo tambié n tení a terror de la dependencia, Alma, pero me he dado cuenta de que no es tan grave. Una se acostumbra y agradece la ayuda. Yo no puedo vestirme ni ducharme sola, me cuesta cepillarme los dientes y cortar el pollo en mi plato, pero nunca he estado má s contenta que ahora —le dijo Catherine Hope, quien habí a conseguido ser su amiga.

—¿ Por qué, Cathy? —le preguntó Alma.

—Porque me sobra tiempo y por primera vez en mi vida nadie espera nada de mí. No tengo que demostrar nada, no ando corriendo, cada dí a es un regalo y lo aprovecho a fondo.

Catherine Hope estaba en este mundo só lo por su feroz voluntad y los prodigios de la cirugí a; sabí a lo que significa quedar incapacitada y vivir con dolor permanente. A ella la dependencia no le llegó paulatinamente, como serí a habitual, sino de la noche a la mañ ana con una pisada en falso. Escalando una montañ a se cayó y quedó aprisionada entre dos rocas, con las piernas y la pelvis destrozadas. El rescate fue una faena heroica, que salió completa en el noticiario de televisió n, porque la filmaron desde el aire. El helicó ptero sirvió para captar desde lejos las escenas dramá ticas, pero no pudo acercarse al tajo profundo, donde ella yací a con un shock y una fuerte hemorragia. Un dí a y una noche má s tarde, dos montañ eros lograron descender en una maniobra atrevida, que casi les cuesta la vida, y la izaron en un arné s. Se la llevaron a un hospital especializado en traumas de guerra, donde comenzaron la tarea de componerle los innumerables huesos rotos. Despertó del coma dos meses má s tarde y, despué s de preguntar por su hija, anunció que se sentí a feliz de estar viva. Ese mismo dí a el Dalā i Lama le habí a enviado desde la India una kata, la bufanda blanca con su bendició n. Despué s de catorce operaciones truculentas y añ os de esforzada rehabilitació n, Cathy debió aceptar que no volverí a a caminar. «Mi primera vida terminó, ahora comienza la segunda. A veces me verá s deprimida o exasperada, pero no me hagas caso, porque no me va a durar», le dijo a su hija. El budismo zen y el há bito de meditar durante toda una vida le daban una gran ventaja en sus circunstancias, porque soportaba la inmovilidad, que habrí a enloquecido a otra persona tan atlé tica y ené rgica como ella, y pudo reponerse con buen á nimo de la pé rdida de su compañ ero de muchos añ os, quien tuvo menos entereza que ella ante la tragedia y la dejó. Tambié n descubrió que podrí a practicar medicina como consultora de cirugí a, desde un estudio con cá maras de televisió n conectadas al quiró fano, pero su ambició n era trabajar con pacientes, cara a cara, como habí a hecho siempre. Cuando optó por vivir en el segundo nivel de Lark House, dio un par de vueltas conversando con la gente que serí a su nueva familia y vio que sobraban oportunidades para ejercer su oficio. A la semana de ingresar ya tení a planes para montar una clí nica gratuita del dolor destinada a las personas con enfermedades cró nicas, así como un consultorio para atender males menores. En Lark House habí a mé dicos externos; Catherine Hope los convenció de que no competirí a con ellos, sino que se complementarí an. Hans Voigt le facilitó una sala para la clí nica y propuso al directorio de Lark House que le pagaran un sueldo, pero ella prefirió que no le cobraran las mensualidades, un acuerdo conveniente para ambas partes. Rá pidamente Cathy, como la llamaban, se convirtió en la madre que acogí a a los recié n llegados, recibí a las confidencias, consolaba a los tristes, guiaba a los moribundos y repartí a la marihuana. La mitad de los residentes tení a receta mé dica para usarla y Cathy, que la distribuí a en su clí nica, era generosa con aquellos que no disponí an de carnet ni de dinero para comprarla de contrabando; no era raro ver una cola de clientes frente a su puerta para obtener la hierba en varias formas, incluso como deliciosos bizcochos y caramelos. Hans Voigt no intervení a —para qué privar a su gente de un alivio inocuo—; só lo exigí a que no se fumara en los pasillos y á reas comunes, ya que si fumar tabaco estaba prohibido, no serí a justo que la marihuana no lo estuviera; pero algo de humo escapaba por los conductos de la calefacció n o del aire acondicionado y a veces las mascotas andaban como despistadas.

En Lark House Irina se sentí a segura por primera vez en catorce añ os. Desde que llegó a Estados Unidos nunca habí a permanecido tanto tiempo en un lugar; sabí a que la tranquilidad no iba a durar y saboreaba esa tregua en su vida. No todo era idí lico, pero comparados con los problemas del pasado, los del presente resultaban í nfimos. Debí a sacarse las muelas del juicio, pero su seguro no cubrí a tratamientos dentales. Sabí a que Seth Belasco estaba enamorado de ella y serí a cada vez má s difí cil mantenerlo a raya sin perder su valiosa amistad. Hans Voigt, que siempre se habí a mostrado relajado y cordial, en los ú ltimos meses se habí a vuelto tan cascarrabias que algunos residentes se reuní an subrepticiamente para ver la forma de echarlo sin ofenderlo; Catherine Hope pensaba que debí an darle tiempo y su opinió n aú n prevalecí a. El director habí a sido operado dos veces de hemorroides con resultados irregulares y eso le habí a agriado el cará cter. La preocupació n má s inmediata de Irina era una invasió n de ratones en la vieja casona de Berkeley donde viví a. Se los oí a rascando entre las paredes resquebrajadas y bajo el parqué. Los otros inquilinos, instigados por Tim, su socio, decidieron poner trampas, porque envenenarlos les pareció inhumano. Irina defendió que las trampas eran igualmente crueles, con el agravante de que alguien debí a recoger los cadá veres, pero no le hicieron caso. Un pequeñ o roedor quedó vivo en una de las trampas y fue rescatado por Tim, quien, compadecido, se lo entregó a Irina. Era una de esas personas que se alimentan de verdura y nueces, porque no toleran hacerle dañ o a un animal y menos cometer la maldad de cocinarlo. A Irina le tocó vendar la pata al rató n, acomodarlo en una caja entre algodones y cuidarlo hasta que se le pasó el susto, pudo caminar y regresar con los suyos.

Algunas de sus obligaciones en Lark House le fastidiaban, como la burocracia de las compañ í as de seguros, lidiar con parientes de los hué spedes que reclamaban por tonterí as para aliviar la culpa de haberlos abandonado, y las clases obligatorias de computació n, porque apenas habí a aprendido algo, la tecnologí a daba otro salto adelante y volví a a quedar rezagada. De las personas a su cargo, no tení a quejas. Como le habí a dicho Cathy el dí a que entró en Lark House, nunca se aburrí a. «Hay diferencia entre vejez y ancianidad. No es cosa de edad, sino de estado de salud fí sica y mental —le explicó Cathy—. Los viejos pueden mantener su independencia, pero los ancianos necesitan asistencia y vigilancia hasta que llega un momento en que son como niñ os». Irina aprendí a mucho tanto de los viejos como de los ancianos, casi todos sentimentales, divertidos y sin miedo al ridí culo; se reí a con ellos y a veces lloraba por ellos. Casi todos habí an tenido vidas interesantes o se las inventaban. Si parecí an muy perdidos, en general era porque oí an poco y mal. Irina andaba pendiente de que no les fallaran las baterí as de los audí fonos. «¿ Qué es lo peor de envejecer?», les preguntaba. No pensaban en la edad, respondí an; antes fueron adolescentes, despué s cumplieron treinta, cincuenta, sesenta, sin pensar en los añ os; ¿ por qué iban a hacerlo ahora? Algunos estaban muy limitados, les costaba caminar y moverse, pero no deseaban ir a ninguna parte. Otros estaban distraí dos, confusos y desmemoriados, pero eso perturbaba má s a los cuidadores y familiares que a ellos mismos. Catherine Hope insistí a en que los residentes del segundo y tercer nivel estuvieran activos y a Irina le correspondí a mantenerlos interesados, entretenidos, conectados. «A cualquier edad es preciso un propó sito en la vida. Es la mejor cura contra muchos males», sostení a Cathy. En su caso, el propó sito siempre habí a sido ayudar a otros y no cambió despué s del accidente.

Los viernes en la mañ ana, Irina acompañ aba a los residentes má s apasionados a protestar en la calle, para cuidar que no se les fuera la mano. Tambié n participaba en las vigilias por causas nobles y en el club de tejido; todas las mujeres capaces de manejar agujas, menos Alma Belasco, estaban tejiendo chalecos para los refugiados de Siria. El motivo recurrente era la paz; se podí a discrepar sobre cualquier tema menos sobre la paz. En Lark House habí a doscientos cuarenta y cuatro demó cratas desencantados: habí an votado a favor de la reelecció n de Barak Obama pero lo criticaban por indeciso, por no haber cerrado la prisió n de Guantá namo, por deportar a los inmigrantes latinos, por los drones… en fin, sobraban motivos para mandar cartas al presidente y al Congreso. La media docena de republicanos se cuidaba de no opinar en voz alta.

Facilitar la prá ctica espiritual tambié n era responsabilidad de Irina. Muchos viejos provenientes de una tradició n religiosa se refugiaban en ella, aunque hubieran pasado sesenta añ os renegando de Dios, pero otros buscaban consuelo en alternativas esoté ricas y psicoló gicas de la Era de Acuario. Irina les conseguí a sucesivamente guí as y maestros para meditació n trascendental, curso de milagros, I Ching, desarrollo de la intuició n, cá bala, tarot mí stico, animismo, reencarnació n, percepció n psí quica, energí a universal y vida extraterrestre. Ella era la encargada de organizar la celebració n de fiestas religiosas, un popurrí de rituales de varias creencias, para que nadie se sintiera excluido. En el solsticio de verano llevaba a un grupo de ancianas a los bosques cercanos y bailaban en cí rculo al son de panderetas, descalzas y coronadas de flores. Los guardabosques las conocí an y se prestaban para tomarles fotos abrazadas a los á rboles hablando con Gaia, la madre tierra, y con sus muertos. Irina dejó de burlarse para sus adentros cuando pudo oí r a sus abuelos en el tronco de una secoya, uno de esos gigantes milenarios que unen a nuestro mundo con el mundo de los espí ritus, como le hicieron saber las danzarinas octogenarias. Costea y Petruta no fueron buenos conversadores en vida y tampoco lo eran dentro de la secoya, pero lo poco que dijeron convenció a su nieta de que velaban por ella. En el solsticio de invierno, Irina improvisaba ceremonias puertas adentro, porque Cathy la habí a prevenido contra las pulmoní as si lo celebraban entre la humedad y la ventisca del bosque.

El sueldo de Lark House apenas le habrí a alcanzado para vivir a una persona normal, pero eran tan humildes las ambiciones y tan mó dicas las necesidades de Irina que a veces le sobraba dinero. Los ingresos del lavado de perros y como asistente de Alma, que siempre buscaba razones para pagarle de má s, hací an que se sintiera rica. Lark House se habí a convertido en su hogar y los residentes, con quienes conviví a a diario, reemplazaban a sus abuelos. La conmoví an esos ancianos lentos, torpes, achacosos, macilentos…, tení a un buen humor infinito con sus problemas, no le importaba repetir mil veces la misma respuesta a la misma pregunta, le gustaba empujar una silla de ruedas, alentar, ayudar, consolar. Aprendió a desviar los impulsos de violencia, que a veces se apoderaban de ellos como tormentas pasajeras, y no la asustaban la avaricia o las maní as persecutorias que algunos sufrí an como consecuencia de la soledad. Trataba de comprender lo que significa llevar el invierno en las espaldas, la inseguridad de cada paso, la confusió n ante las palabras que no se escuchan bien, la impresió n de que el resto de la humanidad anda muy apurado y habla muy rá pido, el vací o, la fragilidad, la fatiga y la indiferencia por lo que no les atañ e personalmente, incluso hijos y nietos, cuya ausencia ya no pesa como antes y hay que hacer un esfuerzo para recordarlos. Sentí a ternura por las arrugas, los dedos deformados y la mala vista. Imaginaba có mo iba a ser ella de vieja, de anciana.

Alma Belasco no entraba en esa categorí a; a ella no debí a cuidarla, al contrario, se sentí a cuidada por ella y agradecí a el papel de sobrina desamparada que la mujer le habí a asignado. Alma era pragmá tica, agnó stica y bá sicamente incré dula, nada de cristales, zodí aco o á rboles parlantes; con ella Irina hallaba alivio para sus incertidumbres. Deseaba ser como Alma y vivir en una realidad manejable, donde los problemas tení an causa, efecto y solució n, donde no existí an seres terrorí ficos agazapados en los sueñ os ni enemigos lujuriosos espiando en cada esquina. Las horas con ella eran preciosas y de buena gana habrí a trabajado gratis. Una vez se lo propuso. «A mí me sobra dinero y a ti te falta. No se hable má s de esto», respondió Alma en el tono imperioso que casi nunca usaba con ella.

 



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