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Irina, Alma y Lenny






Las dos mujeres estaban almorzando en la rotonda de Neiman Marcus, en la plaza de la Unió n, en la luz dorada de la antigua cú pula de vitrales, donde iban má s que nada por los popovers, un pan tibio, esponjoso y ligero que serví an recié n salido del horno, y el champá n rosado, que Alma preferí a. Irina pedí a limonada y ambas brindaban por la buena vida. En silencio, para no ofender a Alma, Irina brindaba tambié n por el dinero de los Belasco, que le permití a el lujo de ese momento, con mú sica suave, entre compradoras elegantes, modelos espigadas desfilando con ropa de los grandes modistos para tentar a la clientela, y camareros obsequiosos de corbata verde. Era un mundo refinado, lo opuesto de su aldea de Moldavia, de la escasez de su infancia y del terror de su adolescencia. Comí an con calma, saboreando los platos de influencia asiá tica y repitié ndose los popovers. Con la segunda copa de champá n las evocaciones de Alma se desataban; en esa ocasió n volvió a referirse a Nathaniel, su marido, que estaba presente en muchas de sus historias; se las habí a arreglado para mantenerlo vivo en la memoria durante tres dé cadas. Seth recordaba vagamente a ese abuelo como un esqueleto exangü e de ojos ardientes entre almohadones de plumas. Tení a apenas cuatro añ os cuando finalmente se apagó la mirada dolida de su abuelo, pero nunca se le olvidó el olor a medicamentos y vapor de eucalipto de su habitació n. Alma le contó a Irina que Nathaniel fue tan bondadoso como su padre, Isaac Belasco, y que cuando murió, ella encontró entre sus papeles cientos de pagaré s vencidos por pré stamos que nunca cobró e instrucciones precisas de perdonar a sus muchos deudores. Ella no estaba preparada para hacerse cargo de los asuntos que é l descuidó durante su devastadora enfermedad.

—En toda mi vida nunca me he ocupado de cuestiones de dinero. Curioso, ¿ verdad?

—Ha tenido suerte. Casi toda la gente que conozco tiene preocupaciones de dinero. Los residentes de Lark House viven con lo justo, algunos no pueden comprar medicamentos.

—¿ No tienen seguro mé dico? —preguntó Alma, extrañ ada.

—El seguro cubre una parte, no todo. Si la familia no los ayuda, el señ or Voigt tiene que recurrir a unos fondos especiales de Lark House.

—Voy a hablar con é l. ¿ Por qué no me lo habí as dicho, Irina?

—Usted no puede resolver todos los casos, Alma.

—No, pero la Fundació n Belasco puede hacerse cargo del parque de Lark House. Voigt se ahorrarí a un montó n de dinero que podrí a emplear en ayudar a los residentes má s necesitados.

—El señ or Voigt se va a desmayar en sus brazos cuando se lo proponga, Alma.

—¡ Qué horror! Espero que no.

—Siga contá ndome. ¿ Qué hizo cuando murió su marido?

—Estaba a punto de ahogarme entre papeles cuando me fijé en Larry. Mi hijo habí a vivido juiciosamente en la sombra y se habí a convertido en un señ or circunspecto y responsable sin que nadie lo advirtiera.

Larry Belasco se habí a casado joven, con prisas y sin festejos, por la enfermedad de su padre y porque su novia, Doris, estaba visiblemente encinta. Alma admití a que en esa é poca estaba absorta en el cuidado de su marido y apenas se dio tiempo para conocer mejor a su nuera, aunque viví an bajo el mismo techo, pero la querí a mucho, porque aparte de sus virtudes, adoraba a Larry y era la madre de Seth, ese mocoso travieso que andaba con brincos de canguro espantando la tristeza de la casa, y de Pauline, una niñ a reposada, que se entretení a sola y parecí a no necesitar nada.

—Igual que nunca tuve que ocuparme del dinero, tampoco tuve el fastidio de las labores domé sticas. Mi suegra se hizo cargo de la casa de Sea Cliff hasta su ú ltimo suspiro, a pesar de su ceguera, y despué s tuvimos un mayordomo. Parecí a una caricatura de esos personajes de las pelí culas inglesas. El tipo era tan estirado, que en la familia siempre sospechamos que se burlaba de nosotros.

Le contó que el mayordomo estuvo once añ os en Sea Cliff y se fue cuando Doris se atrevió a darle consejos sobre su trabajo. «Ella o yo», le planteó el hombre a Nathaniel, quien ya no se levantaba de la cama y tení a muy poca fuerza para lidiar con esos problemas, pero era quien contrataba a los empleados. Ante semejante ultimá tum, Nathaniel escogió a su flamante nuera, quien a pesar de su juventud y su panza de siete meses, demostró ser un ama de casa competente. En tiempos de Lillian la mansió n se llevaba con buena voluntad e improvisació n y con el mayordomo los ú nicos cambios notables fueron el retraso para servir cada plato en la mesa y la mala cara del cocinero, que no lo tragaba. Bajo la implacable batuta de Doris, se convirtió en un ejemplo de preciosismo en el que nadie se sentí a particularmente có modo. Irina habí a visto el resultado de su eficacia: la cocina era un laboratorio impoluto, en los salones no entraban los niñ os, los armarios olí an a lavanda, las sá banas se almidonaban, la comida de diario consistí a en platos de fantasí a en porciones minú sculas y los ramos de flores eran renovados una vez a la semana por una florista profesional, pero no le daban un aire festivo a la casa, sino que imponí an solemnidad de pompas fú nebres. Lo ú nico que la varilla má gica de la domesticidad habí a respetado era la habitació n vací a de Alma, por quien Doris sentí a un temor reverente.

—Cuando Nathaniel enfermó, Larry se puso a la cabeza del bufete de los Belasco —continuó Alma—. Desde el principio lo hizo muy bien. Y cuando Nathaniel murió yo pude delegar en é l las finanzas de la familia y dedicarme a resucitar la Fundació n Belasco, que estaba moribunda. Los parques pú blicos se habí an ido secando, llenos de basura, agujas y condones desechados. Se habí an instalado los mendigos, con sus carritos atiborrados de bultos inmundos y sus techumbres de cartó n. No sé nada de plantas, pero me volqué en los jardines por cariñ o a mi suegro y a mi marido. Para ellos eso era una misió n sagrada.

—Parece que todos los hombres de su familia han sido de buen corazó n, Alma. Hay poca gente así en este mundo.

—Hay mucha gente buena, Irina, pero es discreta. Los malos, en cambio, hacen mucho ruido, por eso se notan má s. Tú conoces poco a Larry, pero si alguna vez necesitas algo y yo no estoy a mano, no vaciles en recurrir a é l. Mi hijo es muy buen tipo y no te va a fallar.

—Es muy serio, creo que no me atreverí a a molestarlo.

—Siempre fue serio. A los veinte añ os parecí a de cincuenta, pero se congeló en esa edad y ha envejecido igual. Fí jate que en todas las fotografí as tiene la misma expresió n preocupada y los hombros caí dos.

Hans Voigt habí a establecido un sistema simple para que los residentes de Lark House calificaran el trabajo del personal y le intrigaba que Irina siempre obtuviera nota de excelencia. Supuso que su secreto consistí a en escuchar el mismo cuento mil veces como si lo oyera por primera vez, esas historias que los ancianos repetí an para acomodar el pasado y crear una imagen aceptable de sí mismos, borrando sus remordimientos y exaltando sus virtudes reales o inventadas. Nadie desea terminar la vida con un pasado banal. Pero la fó rmula de Irina era má s compleja; para ella cada uno de los ancianos de Lark House era una ré plica de sus abuelos, Costea y Petruta, a quienes invocaba por la noche antes de dormirse, pidié ndoles que la acompañ aran en la oscuridad, tal como habí an hecho en su infancia. Se habí a criado con ellos, cultivando un pedazo de tierra desagradecida en un villorrio remoto de Moldavia, donde no llegaban las llamas del progreso. La mayor parte de la població n todaví a viví a del campo y seguí a labrando la tierra como hicieron sus antepasados un siglo atrá s. Irina tení a dos añ os cuando cayó el Muro de Berlí n en 1989 y cuatro cuando acabó de desmoronarse la Unió n Sovié tica y su paí s se convirtió en repú blica independiente, dos acontecimientos que nada significaban para ella, pero que sus abuelos lamentaban en coro con sus vecinos. Todos coincidí an en que bajo el comunismo la pobreza era la misma, pero habí a alimento y seguridad, mientras que la independencia só lo les habí a traí do ruina y abandono. Quienes pudieron irse lejos lo hicieron, entre ellos Radmila, la madre de Irina, y só lo quedaron atrá s los viejos y los niñ os que sus padres no pudieron llevarse. Irina recordaba a sus abuelos encorvados por el esfuerzo de cultivar papas, arrugados por el sol de agosto y las heladas de enero, cansados hasta el tué tano, con pocas fuerzas y ninguna esperanza. Concluyó que el campo era fatal para la salud. Ella era la razó n de los abuelos para seguir luchando, su ú nica alegrí a, aparte del vino tinto hecho en casa, un brebaje á spero como disolvente de pintura, que les permití a sobreponerse por un rato a la soledad y el tedio.

Al amanecer, antes de irse a pie a la escuela, Irina acarreaba los baldes de agua del pozo y por la tarde, antes de la sopa y el pan de la cena, cortaba leñ a para la estufa. Pesaba cincuenta kilos vestida de invierno y con botas, pero tení a fuerza de soldado y podí a levantar a Cathy, la favorita entre sus clientes, como a un recié n nacido para trasladarla de la silla de ruedas a un sofá o a la cama. Debí a sus mú sculos a los baldes de agua y al hacha y le debí a la buena suerte de estar viva a santa Parescheva, patrona de Moldavia, intermediaria entre la tierra y los seres bené ficos del cielo. En las noches de su infancia rezaba con sus abuelos de rodillas ante el icono de la santa; rezaban por la cosecha de papas y la salud de las gallinas, rezaban pidiendo protecció n contra maleantes y militares, rezaban por su frá gil repú blica y por Radmila. Para la niñ a, la santa de manto azul, con aureola de oro y una cruz en la mano, resultaba má s humana que la silueta de su madre en una fotografí a desteñ ida. Irina no la echaba de menos, pero se entretení a imaginando que un dí a Radmila volverí a con una bolsa llena de regalos. Nada supo de ella hasta los ocho añ os, cuando los abuelos recibieron algo de dinero enviado por la hija distante y lo gastaron con prudencia, para no provocar envidia. Irina se sintió estafada, porque su madre no le mandó nada especial, ni tan siquiera una nota; el sobre só lo contení a el dinero y un par de fotografí as de una mujer desconocida de cabello oxigenado y expresió n dura, muy diferente a la joven de la foto que los abuelos mantení an junto al icono de santa Parescheva. Despué s siguieron llegando remesas de dinero dos o tres veces al añ o, que aliviaban la miseria de los abuelos.

El drama de Radmila diferí a poco del de miles de otras jó venes de Moldavia. Habí a quedado encinta a los diecisé is añ os de un soldado ruso que estaba de paso con su regimiento y de quien no volvió a saber, tuvo a Irina, porque le fallaron los intentos de abortar, y apenas pudo se escapó lejos. Añ os má s tarde, para prevenirla contra los peligros del mundo, Radmila le contarí a a su hija los detalles de su odisea, con un vaso de vodka en la mano y otros dos entre pecho y espalda.

Un dí a llegó a la aldea una mujer proveniente de la ciudad a reclutar chicas de los campos para trabajar de camareras en otro paí s. Ofreció a Radmila la deslumbrante oportunidad que se presenta una vez en la vida: pasaporte y pasaje, trabajo fá cil y buen sueldo. Le aseguró que só lo con las propinas podrí a ahorrar lo suficiente para comprarse una casa en menos de tres añ os. Ignorando las advertencias desesperadas de sus padres, Radmila se encaramó al tren con la alcahueta sin sospechar que terminarí a en las garras de rufianes turcos en un burdel de Aksaray, en Estambul. Durante dos añ os la tuvieron prisionera, sirviendo a entre treinta y cuarenta hombres al dí a para pagar la deuda de su pasaje, que nunca disminuí a, porque le cobraban el alojamiento, la comida, la ducha y los condones. Las chicas que se resistí an eran marcadas a golpes y cuchillo, quemadas o amanecí an muertas en un callejó n. Escapar sin dinero ni documentos resultaba imposible, viví an encerradas, sin conocer el idioma, el barrio y mucho menos la ciudad; si lograban eludir a los chulos se enfrentaban a los policí as, que eran tambié n los má s asiduos clientes, a quienes debí an complacer gratis. «Una muchacha saltó por la ventana desde un tercer piso y quedó con medio cuerpo paralizado, pero no se libró de seguir trabajando», le contó Radmila a Irina en ese tono entre melodramá tico y didá ctico con que se referí a a esa etapa miserable de su vida. «Como no podí a controlar los esfí nteres y se ensuciaba entera, los hombres la usaban por la mitad del precio. Otra se quedó embarazada y serví a sobre un colchó n con un hueco en el centro para acomodar la barriga; en su caso los clientes pagaban má s, porque cogerse a una mujer preñ ada cura la gonorrea, eso creí an. Cuando los chulos querí an caras nuevas, nos vendí an a otros burdeles, y así í bamos bajando de nivel hasta llegar al fondo del infierno. A mí me salvó el fuego y un hombre que se compadeció de mí. Una noche se produjo un incendio, que se extendió por varias casas del barrio. Acudieron los periodistas con sus cá maras, y entonces la policí a no pudo hacer la vista gorda; arrestaron a las chicas que está bamos tiritando en la calle, pero no arrestaron a ninguno de los malditos alcahuetes ni a los clientes. Salimos en la televisió n, nos tildaron de viciosas; é ramos las culpables de las porquerí as que ocurrí an en Aksaray. Nos iban a deportar, pero un policí a que yo conocí a me ayudó a escapar y me consiguió un pasaporte». De tumbo en tumbo, Radmila llegó a Italia, donde trabajó limpiando oficinas y despué s de obrera en una fá brica. Estaba enferma de los riñ ones, gastada por la mala vida, las drogas y el alcohol, pero aú n era joven y algo quedaba de la piel translú cida de su juventud, la misma que caracterizarí a a su hija. Un té cnico americano se prendó de ella, se casaron y é l se la llevó a Texas, donde a su debido tiempo tambié n irí a a parar su hija.

La ú ltima vez que Irina vio a sus abuelos, aquella mañ ana de 1999 en que la dejaron en el tren que la conducirí a a Chisinau, la primera etapa del largo viaje a Texas, Costea tení a sesenta y dos añ os y Petruta uno menos que é l. Estaban mucho má s deteriorados que cualquiera de los hué spedes de noventa y tantos añ os de Lark House, que envejecí an de a poco, con dignidad y dentaduras completas, propias o postizas, pero Irina habí a comprobado que el proceso era el mismo: se avanza paso a paso hacia el final, unos má s rá pidamente que otros, y por el camino se va perdiendo todo. No se puede llevar nada al otro lado de la muerte. Meses má s tarde Petruta inclinó la cabeza sobre el plato de papas con cebolla que acababa de servir y ya no despertó má s. Costea habí a vivido con ella cuarenta añ os y sacó la cuenta de que no valí a la pena seguir solo. Se colgó de la viga del granero, donde lo encontraron los vecinos tres dí as má s tarde, atraí dos por los ladridos de su perro y los balidos de la cabra, que no habí a sido ordeñ ada. Irina lo supo añ os despué s por boca de un juez en el Tribunal de Menores de Dallas. Pero de eso ella no hablaba.

A principios del otoñ o ingresó Lenny Beal en uno de los apartamentos independientes de Lark House. El nuevo hué sped llegó acompañ ado de Sofí a, una perra blanca con una mancha negra en un ojo, que le daba aire de pirata. Su aparició n fue un acontecimiento memorable, porque ninguno de los escasos varones podí a compararse con é l. Unos viví an en pareja, otros estaban en pañ ales en el tercer nivel, a punto de pasar al Paraí so, y los escasos viudos disponibles no les interesaban mayormente a ninguna de las mujeres. Lenny Beal tení a ochenta añ os, pero nadie le hubiera atribuido má s de setenta; era el ejemplar má s deseable que se habí a visto por allí en dé cadas, con su melena gris, que alcanzaba para una breve cola en la nuca, sus inverosí miles ojos de lapislá zuli y su estilo juvenil de pantalones de lino arrugados y zapatillas de lona sin calcetines. Estuvo a punto de provocar un motí n entre las señ oras; llenaba el espacio, como si hubieran soltado un tigre en esa atmó sfera femenina de añ oranza. Hasta el mismo Hans Voigt, con su vasta experiencia de administrador, se preguntó qué estaba haciendo Lenny Beal allí. Los hombres maduros y tan bien conservados como é l siempre disponí an de una mujer má s joven —segunda o tercera esposa— que los cuidara. Lo recibió con todo el entusiasmo que pudo reunir entre punzadas de sus hemorroides, que seguí an torturá ndolo. Catherine Hope intentaba ayudarlo con acupuntura en su clí nica del dolor, donde acudí a un mé dico chino tres veces por semana, pero la mejorí a era lenta. El director calculó que hasta las damas má s agobiadas, aquellas que pasaban el dí a sentadas con la mirada perdida en el vací o recordando el pasado, porque el presente se les escapaba o transcurrí a tan deprisa que no lo entendí an, iban a despertar a la vida por Lenny Beal. No se equivocó. De la noche a la mañ ana se vieron pelucas celestes, perlas y uñ as pintadas, una novedad entre esas señ oras con tendencia al budismo y la ecologí a, que despreciaban el artificio. «¡ Vaya! Parecemos una residencia geriá trica de Miami», le comentó a Cathy. Se cruzaban apuestas para adivinar a qué se dedicaba antes el recié n llegado: actor, diseñ ador de moda, importador de arte oriental, tenista profesional. Alma Belasco le puso té rmino a las especulaciones al informarle a Irina, para que lo divulgara, de que Lenny Beal habí a sido dentista, pero nadie quiso creer que se hubiera ganado la vida escarbando muelas.

Lenny Beal y Alma Belasco se habí an conocido treinta añ os antes. Cuando se vieron, se abrazaron largamente en plena recepció n y cuando por fin se separaron, ambos tení an los ojos hú medos. Irina no habí a visto semejante despliegue de emoció n en Alma y si sus sospechas sobre el amante japoné s no hubieran sido tan firmes, habrí a creí do que Lenny era el hombre de los encuentros clandestinos. Llamó de inmediato a Seth para contarle la noticia.

—¿ Dices que es amigo de mi abuela? Nunca se lo he oí do nombrar. Voy a averiguar quié n es.

—¿ Có mo?

—Para eso tengo investigadores.

Los investigadores de Seth Belasco eran dos forajidos rehabilitados, uno blanco y otro negro, ambos de mala catadura, que se dedicaban a recoger informació n sobre los casos antes de presentarlos en los tribunales. Seth se lo explicó a Irina con el ejemplo má s reciente. Se trataba de un marinero que le puso juicio a la Compañ í a Naviera por un accidente del trabajo que lo dejó paralizado, segú n aseguraba, pero Seth no le creí a. Sus rufianes invitaron al invá lido a un club de dudosa reputació n, lo embriagaron y le tomaron un ví deo bailando salsa con una mujer de alquiler. Con esa prueba, Seth le cerró la boca al abogado de la otra parte, llegaron a un acuerdo y se ahorraron el fastidio de un juicio. Seth le confesó a Irina que esa tarea habí a sido honorable en la escala moral de sus investigadores; otras podí an considerarse bastante má s turbias.

Dos dí as má s tarde Seth la llamó para darle cita en una pizzerí a a la que iban con frecuencia, pero Irina habí a bañ ado a cinco perros durante el fin de semana y se sentí a magná nima. Le propuso que esa vez fueran a un restaurante decente; Alma le habí a metido en la cabeza el prurito del mantel blanco. «Yo pago», le dijo. Seth la recogió en su moto y la llevó zigzagueando entre el trá fico a velocidad ilegal al barrio italiano, donde llegaron con el pelo aplastado por el casco y la nariz goteando. Irina comprendió que no estaba vestida a la altura del local —nunca lo estaba—, y la mirada altanera del maî tre se lo confirmó. Al ver la lista de precios del menú estuvo a punto de desplomarse.

—No te asustes, pagará mi oficina —la tranquilizó Seth.

—¡ Esto nos va a costar má s que una silla de ruedas!

—¿ Para qué quieres una silla de ruedas?

—Es una referencia, Seth. Hay un par de viejitas en Lark House que no pueden comprarse la silla que necesitan.

—Eso es muy triste, Irina. Te recomiendo los ostiones con trufas. Con un buen vino blanco, claro.

—Coca-Cola para mí.

—Para los ostiones tiene que ser Chablis. Aquí no tienen Coca-Cola.

—Entonces agua mineral con una cá scara de limó n.

—¿ Eres una alcohó lica rehabilitada, Irina? Puedes decí rmelo, no tienes que avergonzarte, es una enfermedad, como la diabetes.

—No soy alcohó lica, pero el vino me da dolor de cabeza —replicó Irina, que no pensaba compartir con é l sus peores recuerdos.

Antes del primer plato les sirvieron una cucharada de espuma negruzca, como vó mito de dragó n, gentileza del chef, que ella se echó a la boca con desconfianza, mientras Seth le explicaba que Lenny Beal era soltero, sin hijos, y se habí a especializado en ortodoncia en una clí nica dental de Santa Bá rbara. No habí a nada relevante en su vida, fuera de que era un gran deportista y habí a hecho varias veces el Ironman, una competencia desatada de natació n, bicicleta y carrera que, francamente, no parecí a placentera. Seth habí a mencionado su nombre a su padre, quien tení a la impresió n de que habí a sido amigo de Alma y Nathaniel, pero no estaba seguro; recordaba vagamente haberlo visto en Sea Cliff cuando Nathaniel estaba enfermo. Muchos amigos fieles desfilaron por Sea Cliff para acompañ ar a su padre en esa é poca y Lenny Beal pudo haber sido uno de ellos, dijo Larry. Por el momento Seth carecí a de má s informació n sobre é l, pero habí a descubierto algo sobre Ichimei.

—La familia Fukuda estuvo tres añ os y medio en un campo de concentració n durante la Segunda Guerra Mundial —le dijo.

—¿ Dó nde?

—En Topaz, en pleno desierto de Utah.

Irina só lo habí a oí do hablar de los campos de concentració n de los alemanes en Europa, pero Seth la puso al dí a y le mostró una fotografí a del Museo Nacional Japoné s Americano. La leyenda al pie de la foto original indicaba que eran los Fukuda. Le dijo que su asistente estaba buscando los nombres y la edad de cada uno de ellos en las listas de los evacuados de Topaz.

 



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