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Arizona
En diciembre de 1944, pocos dí as antes de que la Corte Suprema declarara por unanimidad que los ciudadanos estadounidenses de cualquier ascendencia cultural no podí an ser detenidos sin causa, el jefe militar de Topaz, escoltado por dos soldados, le entregó a Heideko Fukuda una bandera doblada en triá ngulo y prendió una cinta morada con una medalla en el pecho de Takao, mientras el lamento fú nebre de una corneta cerraba la garganta de los cientos de personas agrupadas en torno a la familia para honrar a Charles Fukuda, muerto en combate. Heideko, Megumi e Ichimei lloraban, pero la expresió n de Takao era indescifrable. En esos añ os en el campo de concentració n su rostro se habí a solidificado en una má scara hierá tica de orgullo; pero su postura encogida y su taimado silencio delataban al hombre quebrado en que se habí a convertido. A los cincuenta y dos añ os nada quedaba de su capacidad de deleite ante el brote de una planta, de su suave sentido del humor, de su entusiasmo por labrar un futuro para sus hijos, de la ternura discreta que habí a compartido con Heideko. El sacrificio heroico de Charles, el hijo mayor que debí a sostener a la familia cuando é l ya no pudiera hacerlo, fue el mazazo que lo derrotó. Charles pereció en Italia, como otros cientos de americanos-japoneses del 442.o Regimiento de infanterí a, apodado el Batalló n del Corazó n Pú rpura, por el extraordinario nú mero de medallas al valor. Ese regimiento, compuesto exclusivamente de Nisei, llegó a ser el má s condecorado en la historia militar de Estados Unidos, pero para los Fukuda eso nunca serí a un consuelo. El 14 de agosto de 1945 Japó n se rindió y empezaron a cerrar los campos de concentració n. Los Fukuda recibieron veinticinco dó lares y un pasaje en tren hacia el interior de Arizona. Como el resto de los evacuados, no mencionarí an nunca má s en pú blico esos añ os de humillació n en los que su lealtad y patriotismo habí an sido puestos en duda; sin honor la vida valí a muy poco. Shikata ga nai. No les permitieron regresar a San Francisco, donde tampoco habí a nada que los llamara. Takao habí a perdido el derecho a arrendamiento de los predios que antes cultivaba y al alquiler de su casa; nada le quedaba de sus ahorros o del dinero que Isaac Belasco le entregó cuando fue evacuado. Tení a un permanente ruido de motor en el pecho, tosí a sin cesar y apenas soportaba el dolor de espalda, se sentí a incapaz de volver a las pesadas labores de la agricultura, el ú nico empleo disponible para un hombre de su condició n. A juzgar por su helada actitud, la precaria situació n de su familia le importaba poco; la tristeza se le habí a cristalizado en indiferencia. Sin la solicitud de Ichimei, quien se empeñ aba en hacerlo comer y acompañ arlo, se hubiera echado en un rincó n a fumar hasta la muerte, mientras su mujer y su hija trabajaban largos turnos en una fá brica para mantener modestamente a la familia. Por fin los Isei podí an adquirir la ciudadaní a, pero ni eso logró sacar a Takao de su postració n. Durante treinta y cinco añ os habí a deseado tener los mismos derechos de cualquier americano y ahora que se le presentaba la oportunidad lo ú nico que querí a era regresar a Japó n, su patria derrotada. Heideko trató de llevarlo a registrarse al Servicio Nacional de Inmigració n, pero acabó por ir sola, porque las pocas frases que su marido pronunciaba eran para maldecir a Estados Unidos. Megumi debió postergar de nuevo su decisió n de estudiar medicina y la ilusió n de casarse, pero Boyd Anderson, trasladado a Los Á ngeles, no olvidó a Megumi ni por un momento. Las leyes contra matrimonio y cohabitació n entre razas se habí an abolido en casi todos los estados, pero todaví a una unió n como la de ellos resultaba escandalosa; ninguno de los dos se habí a atrevido a confesarles a sus padres que llevaban má s de tres añ os juntos. Para Takao Fukuda habrí a sido un cataclismo; jamá s habrí a aceptado la relació n de su hija con un blanco y menos con uno que patrullaba las alambradas de su prisió n en Utah. Estarí a obligado a repudiarla y perderla tambié n. Ya habí a perdido a Charles en la guerra y a James, deportado a Japó n, de quien no esperaba volver a tener noticias. Los padres de Boyd Anderson, inmigrantes suecos de primera generació n, instalados en Omaha, se habí an ganado la vida con una lecherí a, hasta que se arruinaron en los añ os treinta y acabaron administrando un cementerio. Eran gente de honestidad incuestionable, muy religiosa, y tolerantes en materia racial, pero su hijo no iba a mencionarles a Megumi antes de que ella aceptara un anillo nupcial. Cada lunes, Boyd comenzaba una carta y le iba agregando pá rrafos diarios, inspirados en El arte de escribir cartas de amor, un manual en boga entre los soldados retornados de la guerra, que habí an dejado novias en otras latitudes, y el viernes poní a la carta en el correo. Dos sá bados al mes, este hombre metó dico se proponí a llamar a Megumi por telé fono, lo cual no siempre le resultaba, y los domingos apostaba en el hipó dromo. Carecí a de la compulsió n irresistible del jugador, los vaivenes del azar lo poní an nervioso y afectaban su ú lcera de estó mago, pero habí a descubierto por casualidad su buena suerte en las carreras de caballos y la utilizaba para aumentar sus escuá lidos ingresos. Por las noches estudiaba mecá nica con el proyecto de retirarse de la carrera militar y abrir un taller en Hawá i. Creí a que era el mejor lugar para instalarse, porque habí a una numerosa població n japonesa, que se libró de la afrenta de ser internada, a pesar de que el ataque de Japó n habí a ocurrido allí. En sus cartas, Boyd procuraba convencer a Megumi de las ventajas de Hawá i, donde podrí an criar a sus hijos con menos odio racial, pero ella no estaba pensando en hijos. Megumi mantení a una lenta y tenaz correspondencia con un par de mé dicos chinos para averiguar la forma de estudiar medicina oriental, ya que la occidental se le negaba. Pronto habrí a de descubrir que tambié n para eso, el hecho de ser mujer y de origen japoné s era un obstá culo insalvable, tal como le habí a advertido su mentor, Frank Delillo. A los catorce añ os, Ichimei entró en la escuela secundaria. Como Takao estaba paralizado por su melancolí a y Heideko apenas hablaba cuatro palabras de inglé s, le tocó a Megumi actuar de apoderada de su hermano. El dí a en que fue a inscribirlo pensó que Ichimei se hallarí a allí como en su casa, porque el edificio era tan feo y el terreno tan inhó spito como en Topaz. Los recibió la directora del establecimiento, miss Brody, quien se habí a empeñ ado durante los añ os de la guerra en convencer a los polí ticos y a la opinió n pú blica de que los niñ os de familias japonesas tení an derecho a la educació n, como todo americano. Habí a recogido miles de libros para enviarlos a los campos de concentració n. Ichimei habí a encuadernado varios de ellos y los recordaba perfectamente, porque cada uno llevaba una nota de miss Brody en la portada. El chico imaginaba a esa benefactora como el hada madrina del cuento de la Cenicienta y se encontró con una mujer maciza, con brazos de leñ ador y voz de pregonero. —Mi hermano está atrasado en los estudios. No es bueno para leer ni escribir, tampoco para la aritmé tica —le dijo Megumi, abochornada. —¿ Para qué eres bueno entonces, Ichimei? —le preguntó miss Brody directamente al niñ o. —Dibujar y plantar —respondió Ichimei en un susurro, con la vista clavada en la punta de sus zapatos. —¡ Perfecto! ¡ Eso es justamente lo que nos hace falta aquí! —exclamó miss Brody. En la primera semana, los otros niñ os bombardearon a Ichimei con los epí tetos contra su raza difundidos durante la guerra, pero que é l no habí a oí do en Topaz. El chico tampoco sabí a que los japoneses eran má s odiados que los alemanes, ni habí a visto las historietas ilustradas en que los asiá ticos aparecí an como degenerados y brutales. Soportó las burlas con su ecuanimidad de siempre, pero la primera vez que un grandulló n le puso una mano encima, le dio una voltereta por los aires con una llave de judo que aprendió de su padre, la misma que añ os antes habí a usado para demostrarle a Nathaniel Belasco las posibilidades de las artes marciales. Lo enviaron castigado a la oficina de la directora. «Bien hecho, Ichimei», fue el ú nico comentario de ella. Despué s de esa llave magistral pudo cursar los cuatro añ os de escuela pú blica sin ser agredido.
16 de febrero de 2005 Fui a Prescott, Arizona, a visitar a miss Brody. Habí a cumplido noventa y cinco añ os y muchos de sus exalumnos nos juntamos para celebrarlo. Está muy bien para su edad, con decirte que me reconoció apenas me vio. ¡ Imagí nate! ¿ Cuá ntos niñ os pasaron por sus manos? ¿ Có mo puede recordarlos a todos? Se acordaba de que yo pintaba los afiches para las fiestas de la escuela y que los domingos trabajaba en su jardí n. Fui pé simo estudiante en la secundaria, un desastre, pero ella me regalaba las notas. Gracias a miss Brody no soy completamente analfabeto y ahora puedo escribirte, amiga mí a. Esta semana que no hemos podido vernos ha sido muy larga. La lluvia y el frí o han contribuido a que fuera particularmente triste. Tampoco pude encontrar gardenias para enviarte, perdó name. Llá mame, por favor. Ichi
Boston El primer añ o de separació n, Alma viví a pendiente de la correspondencia, pero con el tiempo se acostumbró al silencio de su amigo, tal como se acostumbró al silencio de sus padres y su hermano. Sus tí os procuraban protegerla de las malas nuevas que llegaban de Europa, especialmente de la suerte de los judí os. Alma preguntaba por su familia y debí a conformarse con respuestas tan fantasiosas que la guerra adquirí a el mismo tono de las leyendas del rey Arturo, que habí a leí do con Ichimei en la pé rgola del jardí n. Segú n su tí a Lillian, la falta de cartas se debí a a problemas con el correo en Polonia y, en el caso de su hermano Samuel, a medidas de seguridad en Inglaterra. Samuel cumplí a misiones vitales, peligrosas y secretas en la Real Fuerza Aé rea, decí a Lillian; estaba condenado al má s severo anonimato. Para qué iba a contarle a la sobrina que su hermano habí a caí do con su avió n en Francia. Isaac le mostraba a Alma los avances y retrocesos de las tropas aliadas marcando un mapa con alfileres, pero no tení a valor para decirle la verdad sobre sus padres. Desde que los Mendel fueron despojados de sus bienes y recluidos en el infame gueto de Varsovia, no tení a noticias de ellos. Isaac contribuí a con fuertes sumas a las organizaciones que intentaban ayudar a la gente del gueto y sabí a que el nú mero de judí os deportados por los nazis, entre julio y septiembre de 1942, llegaba a má s de doscientos cincuenta mil; tambié n sabí a de los miles que perecí an diariamente de inanició n y enfermedades. El muro coronado de alambre, que separaba el gueto del resto de la ciudad, no era completamente impermeable; tal como entraban algunos alimentos y medicinas de contrabando y salí an las horrorosas imá genes de los niñ os agonizando de hambre, existí an formas de comunicarse. Si ninguno de los recursos empleados para ubicar a los padres de Alma habí a dado resultado y si el avió n de Samuel se habí a estrellado, só lo cabí a suponer que los tres habí an perecido, pero mientras no hubiera pruebas irrefutables, Isaac Belasco iba a evitarle ese dolor a su sobrina. Por un tiempo Alma pareció haberse adaptado a sus tí os, sus primos y la casa de Sea Cliff, pero en la pubertad volvió a ser la chiquilla taciturna que era cuando llegó a California. Se desarrolló temprano y el primer asalto de las hormonas coincidió con la ausencia indefinida de Ichimei. Tení a diez añ os cuando se separaron con la promesa de permanecer unidos mentalmente y a travé s del correo; once cuando las cartas empezaron a escasear y doce cuando la distancia se hizo insuperable y se resignó a perder a Ichimei. Cumplí a sin chistar con sus obligaciones en una escuela que aborrecí a y se comportaba de acuerdo con las expectativas de su familia adoptiva, tratando de pasar inadvertida para evitar preguntas sentimentales, que habrí an desencadenado la tormenta de rebeldí a y angustia que llevaba por dentro. Nathaniel era el ú nico a quien no engañ aba con su irreprochable conducta. El chico disponí a de un sexto sentido para adivinar cuá ndo su prima estaba encerrada en el armario y llegaba de puntillas desde el otro extremo de la mansió n, la sacaba del escondite con sú plicas susurradas para no despertar a su padre, que tení a buen oí do y sueñ o liviano, la arropaba en la cama y se quedaba a su lado hasta que ella se dormí a. Tambié n é l andaba por la vida pisando huevos prudentemente y con una tempestad por dentro. Contaba los meses que le faltaban para terminar la secundaria e irse a Harvard a estudiar leyes, porque no se le ocurrió oponerse a los designios de su padre. Su madre querí a que asistiera a la Escuela de Derecho de San Francisco, en vez de hacerlo en el extremo opuesto del continente; pero Isaac Belasco sostení a que el muchacho necesitaba irse lejos, como hizo é l a esa edad. Su hijo debí a convertirse en un hombre responsable y de bien, un mensch. Alma tomó la decisió n de Nathaniel de irse a Harvard como una ofensa personal y añ adió a su primo a la lista de quienes la abandonaban: primero su hermano y sus padres, despué s Ichimei y ahora é l. Concluyó que su fatalidad era perder a las personas que má s querí a. Seguí a aferrada a Nathaniel como el primer dí a en el muelle de San Francisco. —Te voy a escribir —le aseguró Nathaniel. —Lo mismo me dijo Ichimei —replicó ella, rabiosa. —Ichimei está en un campo de internamiento, Alma. Yo voy a estar en Harvard. —Todaví a má s lejos, ¿ no queda en Boston? —Voy a venir a pasar todas las vacaciones contigo, te lo prometo. Mientras é l hací a los preparativos para el viaje, Alma lo seguí a por la casa como una sombra, inventando pretextos para retenerlo, y cuando eso no resultó, inventando razones para quererlo menos. A los ocho añ os se habí a enamorado de Ichimei con la intensidad de los amores de la infancia y de Nathaniel con el amor sereno de la vejez. En su corazó n ambos cumplí an funciones diferentes y eran igualmente indispensables; estaba segura de que sin Ichimei y sin Nathaniel no podrí a sobrevivir. Al primero lo habí a querido con vehemencia, necesitaba verlo en cada momento, escabullirse con é l al jardí n de Sea Cliff, que se extendí a hasta la playa, lleno de estupendos escondites para descubrir juntos el lenguaje infalible de las caricias. Desde que Ichimei estaba en Topaz, ella se alimentaba con los recuerdos del jardí n y las pá ginas de su diario, llenas hasta los bordes de suspiros en letra minú scula. A esa edad ya daba muestras de una tenacidad faná tica para el amor. Con Nathaniel, en cambio, no se le habrí a ocurrido ocultarse en el jardí n. Lo querí a celosamente y creí a conocerlo como nadie, habí an dormido tomados de la mano en las noches en que é l la rescataba del armario, era su confidente, su í ntimo amigo. La primera vez que descubrió manchas oscuras en su ropa interior, esperó temblando de terror a que Nathaniel volviera de la escuela para arrastrarlo al bañ o y mostrarle la prueba fehaciente de que se estaba desangrando por abajo. Nathaniel tení a una idea aproximada de la causa, pero no de las medidas prá cticas, y le tocó a é l preguntarle a su madre, porque Alma no se atrevió. El muchacho se enteraba de todo lo que le ocurrí a a la chica. Ella le habí a dado copia de las llaves de sus diarios de vida, pero no le hací a falta leerlos para estar al dí a. Alma terminó la secundaria un añ o antes que Ichimei. Para entonces habí an perdido todo contacto, pero ella lo sentí a presente, porque en el monó logo ininterrumpido de su diario le escribí a a é l, má s por há bito de fidelidad que por nostalgia. Se habí a resignado al hecho de no volver a verlo, pero a falta de otros amigos, alimentaba un amor de heroí na trá gica con el recuerdo de los juegos secretos en el jardí n. Mientras é l trabajaba de sol a sol como peó n en un campo de remolacha, ella se prestaba de mala gana para los bailes de debutante que le imponí a su tí a Lillian. Habí a fiestas en la mansió n de sus tí os y otras en el patio interior del hotel Palace, con su medio siglo de historia, su fabuloso techo de vidrio, enormes lá mparas de cristal y palmeras tropicales en maceteros de loza portuguesa. Lillian habí a asumido el deber de casarla bien, convencida de que serí a má s fá cil de lo que fue casar a sus hijas poco agraciadas, pero se encontró con que Alma saboteaba sus mejores planes. Isaac Belasco se inmiscuí a muy poco en la vida de las mujeres de su familia, pero en esa ocasió n no pudo callarse. —¡ Esto de andar a la caza de un novio es indigno, Lillian! —¡ Qué inocente eres, Isaac! ¿ Tú crees que estarí as casado conmigo si mi madre no te hubiera echado un lazo al cuello? —Alma es una mocosa. Deberí a ser ilegal casarse antes de los veinticinco añ os. —¡ Veinticinco! A esa edad no encontrará un buen partido en ninguna parte, Isaac, estará n todos tomados —alegó Lillian. La sobrina querí a irse a estudiar lejos y Lillian acabó cediendo; uno o dos añ os de educació n superior visten a cualquiera, pensó. Acordaron que Alma irí a a un colegio femenino de Boston, donde todaví a estaba Nathaniel y podrí a cuidarla de los peligros y tentaciones de esa ciudad. Lillian dejó de presentarle candidatos potenciales y se puso a preparar el ajuar necesario de faldas redondas como plato y conjuntos de chaleco y sué ter de angora en tonos pastel, porque estaban de moda, aunque no favorecí an para nada a una chica de huesos largos y facciones fuertes, como ella. La muchacha insistió en viajar sola, a pesar de la aprensió n de su tí a, que andaba buscando alguien que fuera en esa direcció n para mandarla con una persona de respeto, y partió en un vuelo de Braniff a Nueva York, donde iba a tomar el tren a Boston. Al desembarcar se encontró con Nathaniel en el aeropuerto. Sus padres le habí an avisado mediante un telegrama y é l decidió ir a esperarla para poder acompañ arla en el tren. Los primos se abrazaron con el cariñ o acumulado en siete meses, desde la ú ltima visita de Nathaniel a San Francisco, y se pusieron al dí a atropelladamente de las noticias familiares, mientras un maletero negro de uniforme recogí a el equipaje en un carro para seguirlos al taxi. Nathaniel contó las maletas y cajas de sombreros y le preguntó a su prima si traí a ropa para vender. —No puedes criticarme, tú siempre has sido un dandi —replicó ella. —¿ Qué planes tienes, Alma? —Lo que te dije por carta, primo. Tú sabes que adoro a tus padres, pero me estoy ahogando en esa casa. Tengo que independizarme. —Ya veo. ¿ Con el dinero de mi papá? A Alma se le habí a escapado ese detalle. El primer paso para independizarse era conseguir un diploma de lo que fuera. Su vocació n aú n estaba por definirse. —Tu mamá anda buscá ndome un marido. No me atrevo a decirle que me voy a casar con Ichimei. —Despierta de una vez, Alma, hace diez añ os que Ichimei desapareció de tu vida. —Ocho. No diez. —Sá catelo de la cabeza. Incluso en el caso poco probable de que reapareciera y estuviera interesado en ti, sabes muy bien que no puedes casarte con é l. —¿ Por qué? —¿ Có mo que por qué? Porque es de otra raza, de otra clase social, de otra cultura, de otra religió n, de otro nivel econó mico. ¿ Quieres má s razones? —Entonces me quedaré solterona. Y tú, ¿ tienes alguna enamorada, Nat? —No, pero si llego a tenerla, será s la primera en saberlo. —Mejor así. Podrí amos hacer ver que somos novios. —¿ Para qué? —Para desanimar a cualquier tonto que se me acerque. La prima habí a cambiado de aspecto en los ú ltimos meses: ya no era una colegiala de calcetines, la ropa nueva le daba categorí a de mujer elegante, pero Nathaniel, depositario de sus confidencias, no se impresionó con el cigarrillo ni con el traje azul marino o el sombrero, los guantes y los zapatos color cereza. Alma seguí a siendo una chiquilla consentida, que se aferró a é l, asustada con el gentí o y el ruido de Nueva York, y no lo soltó hasta hallarse en su habitació n del hotel. «Qué date a dormir conmigo, Nat», le suplicó, con la expresió n despavorida que tení a en su infancia en el armario de los sollozos, pero é l habí a perdido la inocencia y ahora dormir con ella tení a otro cariz. Al dí a siguiente tomaron el tren a Boston, acarreando el complicado equipaje. Alma imaginaba que el colegio de Boston iba a ser una extensió n má s libre de la escuela secundaria, que ella habí a cursado en un suspiro. Se aprontaba para lucir su ajuar, hacer vida bohemia en los café s y bares de la ciudad con Nathaniel y asistir a algunas clases en su tiempo libre, para no defraudar a sus tí os. Pronto descubrirí a que nadie la miraba, habí a cientos de muchachas má s sofisticadas que ella, que su primo siempre tení a una excusa para dejarla plantada y que estaba muy mal preparada para enfrentar los estudios. Le tocó compartir su habitació n con una chica regordeta de Virginia, quien apenas se dio la ocasió n le presentó pruebas bí blicas de la superioridad de la raza blanca. Negros, amarillos y pieles rojas descendí an de los monos; Adá n y Eva eran blancos; Jesú s podí a ser americano, no estaba segura. No aprobaba la conducta de Hitler, decí a, pero habí a que admitir que en el asunto de los judí os no le faltaba razó n: eran una raza condenada, porque habí an matado a Jesú s. Alma pidió que la cambiaran a otro cuarto. La gestió n duró dos semanas y su nueva compañ era resultó ser un compendio de maní as y fobias, pero al menos no era antisemita. La joven pasó los tres primeros meses confundida, sin poder organizarse ni para lo má s simple, como comidas, lavanderí a, transporte o el horario de clases; de eso se habí an encargado primero sus institutrices y despué s su abnegada tí a Lillian. Nunca habí a hecho su cama o planchado una blusa, para eso estaban las empleadas domé sticas; tampoco habí a tenido que ceñ irse a un presupuesto, porque en casa de sus tí os no se hablaba de dinero. Se sorprendió cuando Nathaniel le explicó que en su asignació n no estaban incluidos restaurantes, salones de té, manicura, peluquero o masajista. Una vez por semana, su primo se presentaba, cuaderno y lá piz en mano, a enseñ arle a llevar la cuenta de sus gastos. Ella le prometí a enmendarse, pero a la semana siguiente volví a a tener deudas. Se sentí a extranjera en esa ciudad señ orial y soberbia; sus compañ eras la excluí an y los muchachos la desdeñ aban, pero nada de eso le confesaba a sus tí os en las cartas y cada vez que Nathaniel le aconsejaba que se volviera a casa, le repetí a que cualquier cosa era preferible a pasar por la humillació n de regresar con la cola entre las piernas. Se encerraba en el bañ o, como antes hací a en el armario, y abrí a la ducha para que el ruido acallara las palabrotas con que maldecí a su mala estrella. En noviembre cayó sobre Boston todo el peso del invierno. Alma habí a pasado sus siete primeros añ os en Varsovia, pero no recordaba el clima; nada la habí a preparado para lo que se le vino encima en los meses siguientes. Azotada por granizo, ventiscas y nieve, la ciudad perdió el color; se fue la luz, todo se volvió gris y blanco. La vida transcurrí a puertas adentro, tiritando, lo má s cerca posible de los radiadores de calefacció n. Por mucha ropa que Alma se pusiera, el frí o le partí a la piel y le calaba los huesos apenas se asomaba afuera. Se le hincharon las manos y los pies con sabañ ones y se le eternizaron la tos y el resfrí o. Debí a hacer acopio de toda su voluntad para salir de la cama por las mañ anas, arroparse como un inuit y desafiar la intemperie para cruzar de un edificio a otro en el colegio, pegada a los muros para que el viento no la tirara, arrastrando los pies sobre el hielo. Las calles se volví an intransitables, los vehí culos amanecí an tapados por cerros de nieve, que sus dueñ os debí an atacar con picos y palas; la gente andaba encogida, envuelta en lana y pieles; desaparecieron los niñ os, las mascotas y los pá jaros. Y entonces, cuando Alma habí a aceptado finalmente su derrota y le habí a admitido a Nathaniel que estaba lista para llamar a sus tí os y rogarles que la rescataran de ese frigorí fico, tuvo su primer encuentro con Vera Neumann, la artista plá stica y empresaria que habí a puesto su arte al alcance de la gente comú n en pañ uelos, sá banas, manteles, platos, ropa, en fin, cualquier cosa que se pudiera pintar o imprimir. Vera habí a registrado su marca en 1942 y en pocos añ os habí a creado un mercado. Alma recordaba vagamente que su tí a Lillian competí a con sus amigas para ser la primera en lucir cada temporada los pañ uelos o vestidos con los nuevos diseñ os de Vera, pero no sabí a nada de la artista. Asistió a una charla de ella por un impulso, para escapar del frí o entre dos clases, y se encontró al fondo de una sala llena, cuyas paredes estaban tapizadas de telas pintadas. Todos los colores, que habí an salido huyendo del invierno de Boston, estaban cautivos en esas paredes, atrevidos, caprichosos, fantá sticos. El pú blico recibió a la conferenciante de pie con una ovació n y una vez má s Alma le tomó la medida a su ignorancia. No sospechaba que la diseñ adora de los pañ uelos de su tí a Lillian fuera una celebridad. Vera Neumann no se imponí a por presencia, medí a un metro cincuenta y era una persona tí mida, escondida tras enormes lentes de marco oscuro que le tapaban la mitad de la cara, pero apenas abrió la boca a nadie le cupo duda de que se trataba de una giganta. Alma apenas alcanzaba a verla sobre la tarima, pero escuchó cada una de sus palabras, sintiendo el estó mago comprimido en un puñ o, con la clara intuició n de que ese momento era definitivo para ella. En una hora y quince minutos, esa mujercita excé ntrica, brillante, feminista y diminuta sacudió a su audiencia con los relatos de sus viajes incansables, fuente de inspiració n para sus diversas colecciones: India, China, Guatemala, Islandia, Italia y el resto del planeta. Habló de su filosofí a, de las té cnicas que empleaba, de la comercializació n y difusió n de sus productos, de los obstá culos superados por el camino. Esa noche Alma llamó a Nathaniel por telé fono para anunciarle su futuro con gritos de entusiasmo: iba a seguir los pasos de Vera Neumann. —¿ De quié n? —De la persona que diseñ ó las sá banas y manteles de tus padres, Nat. No pienso seguir perdiendo tiempo con clases que no me van a servir para nada. He decidido estudiar diseñ o y pintura en la universidad. Voy a asistir a los talleres de Vera y despué s viajaré por el mundo, como ella. Meses má s tarde Nathaniel terminó sus estudios de Derecho y regresó a San Francisco, pero Alma no quiso acompañ arlo, a pesar de la presió n de su tí a Lillian para que volviera a California. Soportó cuatro inviernos en Boston sin volver a mencionar el clima, dibujando y pintando incansablemente. Carecí a de la soltura de Ichimei para el dibujo o la audacia de Vera Neumann para el color, pero se propuso reemplazar con buen gusto lo que le faltaba en talento. Ya entonces tení a una visió n clara del rumbo que iba a seguir. Sus diseñ os iban a ser má s distinguidos que los de Vera, porque su intenció n no era satisfacer el gusto popular y triunfar en el comercio sino crear por diversió n. La posibilidad de trabajar para vivir nunca se le pasó por la mente. Nada de pañ uelos por diez dó lares o sá banas y servilletas al por mayor; pintarí a o estamparí a solamente ciertas prendas de vestir, siempre en seda de la mejor calidad, cada una firmada por ella. Lo que saliera de sus manos serí a tan exclusivo y caro que las amigas de su tí a Lillian iban a matar por obtenerlo. En esos añ os venció la pará lisis que le provocaba esa ciudad imponente, aprendió a moverse, a beber có cteles sin perder por completo la cabeza y a hacer amistades. Llegó a sentirse tan bostoniana, que cuando iba de vacaciones a California creí a estar en un paí s atrasado de otro continente. Tambié n consiguió algunos admiradores en las pistas de baile, donde la prá ctica frené tica con Ichimei en su infancia dio dividendos, y tuvo una primera relació n sexual sin ceremonia, detrá s de unos matorrales en un picnic. Eso aplacó su curiosidad y su complejo de ser virgen pasados los veinte añ os. Despué s tuvo dos o tres encuentros similares con diferentes jó venes, nada memorables, que confirmaron su decisió n de esperar a Ichimei.
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