Ñòóäîïåäèÿ

Ãëàâíàÿ ñòðàíèöà Ñëó÷àéíàÿ ñòðàíèöà

ÊÀÒÅÃÎÐÈÈ:

ÀâòîìîáèëèÀñòðîíîìèÿÁèîëîãèÿÃåîãðàôèÿÄîì è ñàäÄðóãèå ÿçûêèÄðóãîåÈíôîðìàòèêàÈñòîðèÿÊóëüòóðàËèòåðàòóðàËîãèêàÌàòåìàòèêàÌåäèöèíàÌåòàëëóðãèÿÌåõàíèêàÎáðàçîâàíèåÎõðàíà òðóäàÏåäàãîãèêàÏîëèòèêàÏðàâîÏñèõîëîãèÿÐåëèãèÿÐèòîðèêàÑîöèîëîãèÿÑïîðòÑòðîèòåëüñòâîÒåõíîëîãèÿÒóðèçìÔèçèêàÔèëîñîôèÿÔèíàíñûÕèìèÿ×åð÷åíèåÝêîëîãèÿÝêîíîìèêàÝëåêòðîíèêà






Huellas del pasado






Al principio, Alma Belasco y Lenny Beal, el amigo recié n llegado a Lark House, se propusieron gozar de la vida cultural de San Francisco y Berkeley. Iban al cine, al teatro, a conciertos y exposiciones, experimentaban con restaurantes exó ticos y paseaban con la perra. Por primera vez en tres añ os, Alma volvió al palco de la familia en la ó pera, pero su amigo se confundió con el lí o del primer acto y se durmió en el segundo, antes de que Tosca alcanzara a clavar un cuchillo de mesa en el corazó n a Scarpia. Desistieron de la ó pera. Lenny tení a un automó vil má s có modo que el de Alma y solí an ir a Napa a disfrutar del bucó lico paisaje de viñ edos y a probar vinos, o a Bolinas a respirar aire salado y comer ostras, pero finalmente se cansaron del esfuerzo de mantenerse jó venes y activos a base de voluntad y fueron cediendo a la tentació n del reposo. En vez de tantas salidas, que requerí an desplazarse, buscar estacionamiento y permanecer de pie, veí an pelí culas en la televisió n, escuchaban mú sica en sus apartamentos o visitaban a Cathy con una botella de champá n rosado para acompañ ar el caviar gris, que la hija de Cathy, asistente de vuelo de Lufthansa, traí a de sus viajes. Lenny colaboraba en la clí nica del dolor enseñ ando a los pacientes a hacer má scaras para el teatro de Alma con papel mojado y cemento dental. Pasaban tardes leyendo en la biblioteca, la ú nica á rea comú n má s o menos silenciosa; el ruido era uno de los inconvenientes de vivir en comunidad. Si no habí a alternativa, cenaban en el comedor de Lark House, bajo el escrutinio de otras mujeres, envidiosas de la buena suerte de Alma. Irina se sentí a desplazada, aunque a veces la incluí an en sus salidas; ya no era indispensable para Alma. «Son ideas tuyas, Irina. Lenny no compite contigo en absoluto», la consolaba Seth, pero tambié n estaba preocupado, porque si su abuela le rebajaba las horas semanales de trabajo a Irina, é l tendrí a menos oportunidades de verla.

Esa tarde Alma y Lenny estaban sentados en el jardí n evocando el pasado, como hací an a menudo, mientras a corta distancia Irina bañ aba a Sofí a con la manguera. Un par de añ os antes Lenny habí a visto en internet una organizació n dedicada a rescatar perros de Rumaní a, donde vagaban por las calles en paté ticas jaurí as, y los traí a a San Francisco para darlos en adopció n a almas proclives a ese tipo de caridad. La cara de Sofí a, con su mancha negra en el ojo, lo cautivó y sin pensarlo má s llenó el formulario en lí nea, mandó los cinco dó lares requeridos y al dí a siguiente fue a buscarla. En la descripció n habí an olvidado mencionar que a la perrita le faltaba una pata. Con las patas restantes hací a vida normal, la ú nica secuela del accidente era que destrozaba una de las extremidades de cualquier cosa que tuviera cuatro, como sillas y mesas, pero Lenny lo resolví a con una reserva inagotable de muñ ecos de plá stico; apenas la perra dejaba a uno manco o cojo, Lenny le entregaba otro y así se las arreglaban. Y su ú nica debilidad de cará cter era la deslealtad con su amo. Se prendó de Catherine Hope y al menor descuido corrí a como bala en su bú squeda y subí a de un salto a su regazo. Le gustaba andar en silla de ruedas.

Sofí a se quedaba quieta bajo el chorro de la manguera, mientras Irina le hablaba en rumano para disimular y prestaba oí dos a la conversació n de Alma y Lenny, con la intenció n de transmití rsela a Seth. Se sentí a miserable por espiarlos, pero investigar el misterio de esa mujer se habí a convertido en una adicció n que compartí a con Seth. Sabí a, porque Alma se lo habí a contado, que su amistad con Lenny habí a nacido en 1984, el añ o en que murió Nathaniel Belasco, y duró apenas unos meses, pero las circunstancias le dieron tal intensidad que cuando se reencontraron en Lark House pudieron retomarla como si nunca se hubieran distanciado. En ese momento, Alma le explicaba a Lenny que a los setenta y ocho añ os habí a renunciado a su papel de matriarca de los Belasco, cansada de cumplir con la gente y las normas, como habí a hecho desde chica. Llevaba tres añ os en Lark House y cada vez le gustaba má s. Se lo habí a impuesto como una penitencia, dijo, como una forma de pagar por los privilegios de su vida, por la vanidad y el materialismo. Lo ideal habrí a sido pasar el resto de sus dí as en un monasterio zen, pero no era vegetariana y la meditació n le daba dolor de espalda, por eso se decidió por Lark House, ante el horror de su hijo y su nuera, que hubieran preferido verla con la cabeza rapada en Dharamsala. En Lark House estaba có moda, no habí a renunciado a nada esencial y, en caso necesario, estaba a treinta minutos de Sea Cliff, aunque no volví a a la casa familiar —que nunca sintió como propia, pues primero pertenecí a a sus suegros y despué s a su hijo y su nuera— má s que a los almuerzos familiares. Al principio no hablaba con nadie en Lark House; era como estar sola en un hotel de segunda categorí a, pero con el tiempo hizo algunas amistades y, desde que Lenny habí a llegado, se sentí a muy acompañ ada.

—Podrí as haber escogido algo mejor que esto, Alma.

—No necesito má s. Lo ú nico que me hace falta es una chimenea en invierno. Me gusta mirar el fuego, es como el oleaje del mar.

—Conozco a una viuda que ha pasado los ú ltimos seis añ os en cruceros. Apenas el barco atraca en su ú ltima escala, su familia le da un pasaje para otra vuelta al mundo.

—¿ Có mo no se les ocurrió esa solució n a mi hijo y mi nuera? —se rió ella.

—Tiene la ventaja de que si te mueres en alta mar, el capitá n echa el cadá ver por la borda y tu familia se ahorra el entierro —agregó Lenny.

—Aquí estoy bien, Lenny. Estoy descubriendo quié n soy una vez despojada de mis adornos y arreos; es un proceso bastante lento, pero muy ú til. Todo el mundo debiera hacerlo al final de la vida. Si yo tuviera disciplina, tratarí a de ganar la partida a mi nieto y escribir mis propias memorias. Dispongo de tiempo, libertad y silencio, lo que nunca tuve en el barullo de mi vida anterior. Me estoy preparando para morir.

—Te falta mucho para eso, Alma. Te veo esplé ndida.

—Gracias. Debe de ser por el amor.

—¿ Amor?

—Digamos que cuento con alguien. Tú sabes a quié n me refiero: Ichimei.

—¡ Increí ble! ¿ Cuá ntos añ os llevá is juntos?

—A ver, dé jame sacar la cuenta… Lo he querido desde que los dos tení amos cerca de ocho añ os, pero como amantes llevamos cincuenta y ocho, desde 1955, con algunas interrupciones prolongadas.

—¿ Por qué te casaste con Nathaniel? —le preguntó Lenny.

—Porque é l quiso protegerme y en ese momento yo necesitaba su protecció n. Acué rdate có mo era de noble. Nat me ayudó a aceptar el hecho de que existen fuerzas má s poderosas que mi voluntad, fuerzas incluso má s poderosas que el amor.

—Me gustarí a conocer a Ichimei, Alma. Aví same cuando venga a verte.

—Lo nuestro todaví a es secreto —contestó ella, sonrojá ndose.

—¿ Por qué? Tu familia lo entenderí a.

—No es por los Belasco, sino por la familia de Ichimei. Por respeto a su mujer, a sus hijos y nietos.

—Despué s de tantos añ os, su mujer tiene que saberlo, Alma.

—Nunca se ha dado por aludida. No quisiera hacerla sufrir; Ichimei no me lo perdonarí a. Ademá s, esto tiene sus ventajas.

—¿ Cuá les?

—De partida, nunca hemos tenido que lidiar con problemas domé sticos, de hijos, de dinero y tantos otros que enfrentan las parejas. Só lo nos juntamos para amarnos. Ademá s, Lenny, una relació n clandestina debe ser defendida, es frá gil y preciosa. Tú lo sabes mejor que nadie.

—Los dos nacimos con medio siglo de retraso, Alma. Somos expertos en relaciones prohibidas.

—Ichimei y yo tuvimos una oportunidad cuando é ramos muy jó venes, pero yo no me atreví. No pude renunciar a la seguridad y me quedé atrapada en las convenciones. Eran los añ os cincuenta, el mundo era muy diferente. ¿ Te acuerdas?

—¿ Có mo no me voy a acordar? Una relació n así era casi imposible, te habrí as arrepentido, Alma. Los prejuicios habrí an acabado por destruiros y matar el amor.

—Ichimei lo sabí a y nunca me pidió que lo hiciera.

Al cabo de una larga pausa en que permanecieron absortos contemplando el afá n de los picaflores en una mata de fucsia, mientras Irina se demoraba a conciencia en secar a Sofí a con una toalla y cepillarla, Lenny le dijo a Alma que lamentaba no haberla visto en casi tres dé cadas.

—Me enteré de que estabas viviendo en Lark House. Es una coincidencia que me obliga a creer en el destino, Alma, porque yo me puse en lista de espera hace añ os, mucho antes de que tú vinieras. Fui retrasando la decisió n de visitarte porque no querí a desenterrar historias muertas —dijo.

—No está n muertas, Lenny. Está n má s vivas ahora que nunca. Eso pasa con la edad: las historias del pasado cobran vida y se nos pegan en la piel. Me alegra que vayamos a pasar juntos los pró ximos añ os.

—No será n añ os sino meses, Alma. Tengo un tumor cerebral inoperable, me queda poco tiempo antes de que aparezcan los sí ntomas má s notorios.

—¡ Dios mí o, cuá nto lo siento, Lenny!

—¿ Por qué? He vivido lo suficiente, Alma. Con tratamiento agresivo podrí a durar un poco má s, pero no vale la pena someterse a eso. Soy cobarde, temo al dolor.

—Me extrañ a que te aceptaran en Lark House.

—Nadie sabe lo que tengo y no hay por qué divulgarlo, porque no ocuparé un lugar aquí por mucho tiempo. Voy a despacharme cuando se agrave mi condició n.

—¿ Có mo lo sabrá s?

—Por ahora tengo dolor de cabeza, debilidad, algo de torpeza. Ya no me atrevo a andar en bicicleta, que fue la pasió n de mi vida, porque me he caí do varias veces. ¿ Sabí as que crucé en bicicleta Estados Unidos desde el Pací fico hasta el Atlá ntico en tres ocasiones? Pienso gozar el tiempo que me queda. Despué s vendrá n los vó mitos, la dificultad para caminar y hablar, me fallará la vista, me dará n convulsiones… Pero no esperaré tanto. Tengo que actuar mientras tenga bien la mente.

—¡ Qué rá pido se nos pasa la vida, Lenny!

A Irina no le sorprendió la declaració n de Lenny. La muerte voluntaria se discutí a con naturalidad entre los residentes má s lú cidos de Lark House. Segú n Alma, habí a demasiados ancianos en el planeta que viví an mucho má s de lo necesario para la biologí a y de lo posible para la economí a, no tení a sentido obligarlos a permanecer presos en un cuerpo dolorido o una mente desesperada. «Pocos viejos está n contentos, Irina. La mayorí a pasa pobreza, no tiene buena salud ni familia. É sta es la etapa má s frá gil y difí cil de la vida, má s que la infancia, porque empeora con el paso de los dí as y no tiene má s futuro que la muerte». Irina lo habí a comentado con Cathy, quien sostení a que dentro de poco se podrí a optar por la eutanasia, que serí a un derecho, en vez de un crimen. A Cathy le constaba que varias personas en Lark House estaban provistas de lo necesario para una salida digna y, aunque entendí a las razones para tomar esa decisió n, ella no tení a intenció n de irse de ese modo. «Vivo con dolor permanente, Irina; pero si me distraigo, es soportable. Lo peor fue la rehabilitació n despué s de las operaciones. Ni la morfina mitigaba el dolor, lo ú nico que me ayudaba era saber que no iba a durar para siempre. Todo es temporal». Irina supuso que Lenny, por su profesió n, contaba con drogas má s expeditivas que las que vení an de Tailandia, envueltas en papel café y sin identificació n.

—Estoy tranquilo, Alma —proseguí a Lenny—. Disfruto de la vida, especialmente del tiempo que tú y yo pasamos juntos. Me estoy preparando hace mucho, esto no me pilla desprevenido. He aprendido a prestarle atenció n al cuerpo. El cuerpo nos informa de todo, es cuestió n de escucharlo. Conocí a mi enfermedad antes de que me la diagnosticaran y sé que cualquier tratamiento serí a inú til.

—¿ Tienes miedo? —le preguntó Alma.

—No. Supongo que despué s de la muerte es lo mismo que antes de nacer. ¿ Y tú?

—Un poco… Me imagino que despué s de la muerte no hay contacto con este mundo, nada de sufrimiento, personalidad, memoria, es como si esta Alma Belasco nunca hubiera existido. Tal vez algo trasciende: el espí ritu, la esencia del ser. Pero te confieso que temo desprenderme del cuerpo, espero que entonces Ichimei esté conmigo o venga Nathaniel a buscarme.

—Si el espí ritu no tiene contacto con este mundo, como dijiste, no veo có mo puede venir Nathaniel a buscarte —comentó é l.

—Cierto. Es una contradicció n —se rió Alma—. ¡ Estamos tan aferrados a la vida, Lenny! Dices que eres cobarde, pero se requiere entereza para despedirse de todo y cruzar un umbral que no sabemos dó nde conduce.

—Por eso vine aquí, Alma. No creo que pueda hacerlo solo. Pensé que tú eres la ú nica persona que me puede ayudar, la ú nica a quien puedo pedirle que esté conmigo cuando llegue el momento de morir. ¿ Es mucho pedirte?

 


22 de octubre de 2002

Ayer, Alma, cuando por fin pudimos encontrarnos para celebrar nuestros cumpleañ os, te noté de mal humor. Dijiste que de pronto, sin saber có mo, hemos alcanzado los setenta. Temes que nos falle el cuerpo y eso que llamas la fealdad de la vejez, aunque eres má s bella ahora que a los veintitré s. No estamos viejos por haber cumplido setenta. Empezamos a envejecer en el momento de nacer, cambiamos dí a a dí a, la vida es un continuo fluir. Evolucionamos. Lo ú nico diferente es que ahora estamos un poco má s cerca de la muerte. ¿ Y qué tiene eso de malo? El amor y la amistad no envejecen.

Ichi

 

 



Ïîäåëèòüñÿ ñ äðóçüÿìè:

mylektsii.su - Ìîè Ëåêöèè - 2015-2024 ãîä. (0.011 ñåê.)Âñå ìàòåðèàëû ïðåäñòàâëåííûå íà ñàéòå èñêëþ÷èòåëüíî ñ öåëüþ îçíàêîìëåíèÿ ÷èòàòåëÿìè è íå ïðåñëåäóþò êîììåð÷åñêèõ öåëåé èëè íàðóøåíèå àâòîðñêèõ ïðàâ Ïîæàëîâàòüñÿ íà ìàòåðèàë