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Luz y sombra






El ejercicio sistemá tico de recordar para el libro de su nieto fue provechoso para Alma Belasco, amenazada como estaba a sus añ os por la fragilidad de la mente. Antes se perdí a en laberintos y si querí a rescatar algú n hecho preciso, no lo encontraba, pero para darle a Seth respuestas satisfactorias, se dedicó a reconstruir el pasado con cierto orden, en vez de hacerlo a saltos y cabriolas, como hací a con Lenny Beal en el ocio de Lark House. Visualizaba cajas de diferentes colores, una por cada añ o de su existencia, y poní a dentro sus experiencias y sentimientos. Apilaba las cajas en el gran armario de tres cuerpos, donde lloraba a mares a los siete añ os en el hogar de sus tí os. Las cajas virtuales rebosaban de añ oranzas y algunos remordimientos; allí estaban bien guardados los terrores y fantasí as de la infancia, los desafueros de la juventud, los duelos, trabajos, pasiones y amores de la madurez. Con á nimo liviano, porque intentaba perdonar todos sus errores, menos aquellos que provocaron sufrimiento en otras personas, pegaba los retazos de su biografí a y los condimentaba con toques de fantasí a, permitié ndose exageraciones y falsedades, ya que Seth no podí a refutarle el contenido de su propia memoria. Lo hací a como un ejercicio de imaginació n, má s que por afá n de mentir. A Ichimei, sin embargo, se lo guardaba para ella, sin imaginar que a sus espaldas Irina y Seth estaban indagando en lo má s precioso y secreto de su existencia, lo ú nico que no podí a revelar, porque si lo hiciera, Ichimei desaparecerí a y en ese caso no habrí a razó n para seguir viviendo.

Irina era su copiloto en ese vuelo hacia el pasado. Las fotografí as y otros documentos pasaban por sus manos, era ella quien los clasificaba, ella quien iba haciendo los á lbumes. Sus preguntas ayudaban a Alma a encaminarse cuando se distraí a en callejones sin salida; así se fue despejando y definiendo su vida. Irina se sumergió en la existencia de Alma como si estuvieran juntas en una novela victoriana: la señ ora de alcurnia y su dama de compañ í a atrapadas en el tedio de eternas tazas de té en una casa de campo. Alma sostení a que todos poseen un jardí n interior donde refugiarse, pero Irina no deseaba asomarse al suyo propio; preferí a reemplazarlo con el de Alma, má s amable. Conocí a a la niñ a melancó lica llegada de Polonia, a la joven Alma de Boston, a la artista y esposa, sabí a de sus vestidos y sombreros preferidos, del primer taller de pintura, donde trabajaba sola experimentando con pinceles y colores antes de que se definiera su estilo, de sus antiguas maletas de viaje, de cuero gastado y tapizadas de calcomaní as, que ya nadie usaba. Esas imá genes y experiencias eran ní tidas, precisas, como si ella hubiera existido en esas é pocas y hubiera estado con Alma en cada una de esas instancias. Le parecí a maravilloso que bastara el poder evocador de las palabras o de una fotografí a para hacerlas reales y ella pudiera apropiá rselas.

Alma Belasco habí a sido una mujer ené rgica, activa, tan intolerante con sus debilidades como lo era con las ajenas; pero los añ os la estaban suavizando; tení a má s paciencia con el pró jimo y consigo misma. «Si nada me duele, es que amanecí muerta», decí a al despertar, cuando debí a estirar los mú sculos poco a poco para evitar los calambres. Su cuerpo no funcionaba como antes, debí a recurrir a estrategias para evitar escaleras o adivinar el sentido de una frase cuando no la escuchaba; todo le costaba má s esfuerzo y tiempo, habí a cosas que simplemente no podí a hacer, como conducir de noche, echar gasolina al coche, destapar una botella de agua, cargar con las bolsas del mercado. Para eso necesitaba a Irina. Su mente, en cambio, estaba clara, recordaba el presente tan bien como el pasado, siempre que no cayera en la tentació n del desorden; no le fallaban la atenció n ni el razonamiento. Todaví a podí a dibujar y tení a la misma intuició n para el color; iba al taller, pero pintaba poco, porque se cansaba, preferí a delegar en Kirsten y los ayudantes. No mencionaba sus limitaciones, se enfrentaba a ellas sin aspavientos, pero Irina las conocí a. Le repugnaba la fascinació n de los viejos con sus enfermedades y achaques, un tema que a nadie le interesaba, ni siquiera a los mé dicos. «La creencia muy difundida, que nadie se atreve a expresar en pú blico, es que los viejos estamos de má s, ocupamos espacio y recursos que les corresponden a la gente productiva», decí a. No reconocí a a muchas de las personas de las fotos, gente intrascendente de su pasado que se podí a eliminar. En las otras, las que Irina pegaba en los á lbumes, podí a apreciar las etapas de su vida, el paso de los añ os, cumpleañ os, fiestas, vacaciones, graduaciones y bodas. Eran momentos felices, nadie fotografí a las penas. Ella figuraba poco, pero a comienzos del otoñ o Irina pudo apreciar mejor a la mujer que Alma habí a sido a travé s de los retratos que le hizo Nathaniel; formaban parte del patrimonio de la Fundació n Belasco y fueron descubiertos por el mundillo artí stico de San Francisco. Por ellos un perió dico llamó a Alma «la mujer mejor fotografiada de la ciudad».

En la Navidad del añ o anterior, una editorial italiana habí a publicado una selecció n de fotografí as de Nathaniel Belasco en una edició n de lujo; meses má s tarde un agente americano avispado organizó una exposició n en Nueva York y otra en la má s prestigiosa galerí a de arte de la calle Geary, en San Francisco. Alma se negó a participar en esos proyectos y hablar con la prensa. Preferí a ser vista como la modelo de entonces y no como la anciana del presente, dijo, pero a Irina le confesó que no era vanidad, sino prudencia. No le daban las fuerzas para revisar ese aspecto de su pasado; temí a aquello, invisible al ojo desnudo, que la cá mara pudiera revelar. Sin embargo, la tozudez de Seth acabó por vencer su resistencia. Su nieto habí a visitado varias veces la galerí a y estaba impresionado; no iba a permitir que Alma se perdiera la exposició n, le parecí a un insulto a la memoria de Nathaniel Belasco.

—Há galo por el abuelo, que se revolverí a en la tumba si usted no va. Mañ ana pasaré a buscarla. Dí gale a Irina que nos acompañ e. Se llevará n una sorpresa.

Tení a razó n. Irina habí a hojeado el libro de la editorial italiana, pero nada la preparó para el impacto de aquellos enormes retratos. Seth las llevó en el pesado Mercedes Benz de la familia, porque los tres no cabí an en el auto de Alma ni en su moto, a una hora muerta de la media tarde, cuando pensaban encontrar la galerí a sin pú blico. Só lo se toparon con un vagabundo echado en la vereda frente a la puerta y una pareja de turistas australianos, a quienes la encargada, una muñ eca china de porcelana, procuraba venderles algo y apenas se fijó en los recié n llegados.

Nathaniel Belasco fotografió a su mujer entre 1977 y 1983 con una de las primeras cá maras Polaroid 20 x 24, capaz de captar detalles í nfimos con tajante precisió n. Belasco no se contaba entre los cé lebres fotó grafos profesionales de su generació n, é l mismo se calificaba de aficionado, pero era de los pocos con recursos suficientes para costear la cá mara. Ademá s, tení a una modelo excepcional. La confianza de Alma en su marido conmovió a Irina; al ver los retratos sintió pudor, como si profanara un rito í ntimo y descarnado. Entre el artista y su modelo no habí a separació n, estaban consolidados en un nudo ciego, y de esa simbiosis nací an fotografí as sensuales, pero carentes de carga sexual. En varias poses Alma estaba desnuda y en actitud de abandono, sin consciencia de ser observada. En la atmó sfera eté rea, fluida y translú cida de algunas imá genes, la figura femenina se perdí a en el sueñ o del hombre tras la cá mara; en otras, má s realistas, ella se enfrentaba a Nathaniel con la tranquila curiosidad de una mujer sola frente al espejo, có moda en su piel, sin reservas, con venas visibles en las piernas, una cicatriz de cesá rea y el rostro marcado por medio siglo de existencia. Irina no habrí a podido expresar su propia turbació n, pero comprendió la reticencia de Alma al no querer mostrarse en pú blico a travé s del lente clí nico de su marido, a quien parecí a haberla unido un sentimiento mucho má s complejo y perverso que el amor de esposos. Desde las blancas paredes de la galerí a Alma se exponí a agigantada y sometida. A Irina, esa mujer le inspiró cierto temor, era una desconocida. Se le cerró la garganta y Seth, quien tal vez compartí a su emoció n, le tomó la mano. Por una vez, ella no la retiró.

Los turistas se fueron sin comprar nada y la muñ eca china se volcó hacia ellos con avidez. Se presentó como Meili y procedió a abrumarlos con un discurso preparado sobre la cá mara Polaroid, la té cnica y la intenció n de Nathaniel Belasco, las luces y sombras, la influencia de la pintura flamenca, que Alma escuchó divertida, asintiendo en silencio. Meili no relacionó a esa mujer de pelo blanco con la modelo de los retratos.

El lunes siguiente, al terminar su turno en Lark House, Irina fue a buscar a Alma para llevarla al cine a ver Lincoln de nuevo. Lenny Beal se habí a ido unos dí as a Santa Bá rbara e Irina recuperó temporalmente su posició n de agregada cultural, como Alma la llamaba antes de que llegara Lenny a Lark House y le usurpara ese privilegio. Dí as antes habí an dejado la pelí cula a la mitad, porque a Alma le dio una punzada en el pecho tan dolorosa que se le escapó un grito y debieron salir de la sala. Rechazó de plano al encargado de la sala, que querí a pedir ayuda, porque la perspectiva de una ambulancia y el hospital le pareció peor que morirse allí mismo. Irina la condujo a Lark House. Desde hací a un tiempo Alma le prestaba la llave de su ridí culo automó vil para que condujera, porque Irina simplemente se negaba a arriesgar su vida como pasajera; la audacia de Alma con el trá fico habí a aumentado a medida que le fallaba la vista y le temblaban las manos. Por el camino se le fue pasando el dolor, pero llegó exangü e, con el rostro gris y las uñ as azuladas. Irina la ayudó a acostarse y, sin pedirle autorizació n, llamó a Catherine Hope, en quien confiaba má s que en el mé dico oficial de la comunidad. Cathy acudió con presteza en su silla, la examinó con la atenció n y cuidado que poní a en todo, y determinó que Alma debí a consultar a un cardió logo lo antes posible. Esa noche Irina improvisó una cama en el sofá del apartamento, que resultó má s có modo que el colchó n en el suelo de su habitació n de Berkeley, y se quedó con ella. Alma durmió tranquila, con Neko echado a sus pies, pero amaneció sin á nimo y, por primera vez desde que Irina la conocí a, decidió pasar el dí a en cama. «Mañ ana me vas a obligar a levantarme, Irina, ¿ oí ste? Nada de quedarme echada con una taza de té y un buen libro. No quiero terminar viviendo en pijama y pantuflas. Los viejos que se meten en la cama no se levantan má s». Fiel a lo dicho, al dí a siguiente hizo el esfuerzo de comenzar el dí a como siempre, no volvió a referirse a la debilidad de esas veinticuatro horas y pronto Irina, que tení a otras cosas en la mente, lo olvidó. Catherine Hope, en cambio, se propuso no dejar en paz a Alma hasta que viera a un especialista, pero é sta se las arregló para postergarlo.

Vieron la pelí cula sin incidentes y salieron del cine prendadas de Lincoln, así como del actor que hací a el papel, pero Alma estaba fatigada y decidieron volver al apartamento en vez de ir a un restaurante, como habí an planeado. Al llegar, Alma anunció entre dos suspiros que tení a frí o y se acostó, mientras Irina preparaba avena con leche a modo de cena. Apoyada en sus almohadas, con un chal de abuela en los hombros, parecí a tener cinco kilos menos y diez añ os má s que unas horas antes. Irina la creí a invulnerable, por eso no se dio cuenta hasta esa noche de có mo habí a cambiado en los meses recientes. Habí a perdido peso y en su rostro estragado las ojeras violá ceas le daban aspecto de mapache. Ya no andaba erguida ni pisaba fuerte, vacilaba al levantarse de una silla, se colgaba del brazo de Lenny en la calle, a veces se despertaba asustada sin razó n o se sentí a extraviada, como si estuviera en un paí s desconocido. Iba tan poco al taller que decidió despedir a los ayudantes y compraba historietas y caramelos a Kirsten para consolarla en su ausencia. La seguridad emocional de Kirsten dependí a de sus rutinas y sus afectos; mientras nada cambiara, estaba contenta. Viví a en una pieza encima del garaje de su hermano y su cuñ ada, mimada por tres sobrinos que habí a ayudado a criar. Los dí as de trabajo tomaba siempre a mediodí a el mismo bus, que la dejaba a dos cuadras del taller. Abrí a con su llave, ventilaba, limpiaba, se sentaba en la silla de director de cine con su nombre que le habí an regalado los sobrinos cuando cumplió cuarenta añ os, y se comí a el sá ndwich de pollo o de atú n que llevaba en su mochila. Despué s preparaba las telas, brochas y pinturas, poní a a hervir agua para el té y esperaba con los ojos puestos en la puerta. Si Alma no pensaba ir, la llamaba al celular, conversaban un rato y le daba alguna tarea que la mantuviera ocupada hasta las cinco, hora en que Kirsten cerraba el taller e iba a la parada del bus para volver a su casa.

Un añ o antes Alma calculaba que iba a vivir sin cambios hasta los noventa, pero ya no estaba tan segura; sospechaba que la muerte se le estaba acercando. Antes la sentí a paseando por el barrio, despué s la escuchaba murmurando por los rincones en Lark House y ahora estaba asomá ndose en su apartamento. A los sesenta pensaba en la muerte como algo abstracto que no le concerní a; a los setenta la consideraba un pariente lejano, fá cil de olvidar, porque no se mencionaba, pero que inexorablemente llegarí a de visita. Despué s de los ochenta, sin embargo, empezó a familiarizarse con ella y a comentarlo con Irina. La veí a por aquí y por allá, bajo la forma de un á rbol derribado en el parque, de una persona pelada por el cá ncer, de su padre y su madre cruzando la calle; podí a reconocerlos porque estaban igual que en la fotografí a de Danzig. A veces era su hermano Samuel, muerto por segunda vez apaciblemente en su cama. Su tí o Isaac Belasco se le aparecí a vigoroso, como era antes de que le fallara el corazó n, pero la tí a Lillian llegaba a saludarla de vez en cuando en la duermevela del amanecer tal como era hacia el final de su vida, una viejecita vestida de color lila, ciega, sorda y feliz, porque creí a que su marido la llevaba de la mano. «Mira esa sombra en la pared, Irina, ¿ no parece la silueta de un hombre? Debe de ser Nathaniel. No te preocupes, niñ a, no estoy demente, sé que só lo es mi imaginació n». Le hablaba de Nathaniel, de su bondad, su talento para resolver problemas y abordar dificultades, de có mo fue y seguí a siendo su á ngel de la guarda.

—Es una manera de hablar, Irina, no existen los á ngeles personales.

—¡ Claro que existen! Si yo no tuviera un par de á ngeles de la guarda ya estarí a muerta, o tal vez habrí a cometido un crimen y estarí a presa.

—¡ Qué ocurrencias tienes, Irina! En la tradició n judí a los á ngeles son mensajeros de Dios, no son guardaespaldas de los humanos, pero yo cuento con mi guardaespaldas: Nathaniel. Me cuidó siempre, primero como un hermano mayor, despué s como un esposo perfecto. Nunca podré pagarle todo lo que hizo por mí.

—Estuvieron casados casi treinta añ os, Alma, tuvieron un hijo y nietos, trabajaron juntos en la Fundació n Belasco, usted lo cuidó en su enfermedad y lo sostuvo hasta el final. Seguramente é l pensaba lo mismo, que no podrí a pagarle a usted lo que hizo por é l.

—Nathaniel merecí a mucho má s amor del que yo le di, Irina.

—Es decir, ¿ lo quiso má s como hermano que como marido?

—Amigo, primo, hermano, marido… No sé la diferencia. Cuando nos casamos hubo habladurí as porque é ramos primos, eso se consideraba incesto, creo que todaví a lo es. Supongo que nuestro amor siempre fue incestuoso.

 



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