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La confesión






Alma no llegó ese dí a a Lark House ni el siguiente, y tampoco llamó por telé fono para preguntar por Neko. El gato no habí a comido durante tres dí as y apenas tragaba el agua que Irina le metí a por el hocico con una jeringa; el medicamento no le habí a hecho efecto. Iba a recurrir a Lenny Beal para que la llevara al veterinario, pero apareció Seth Belasco en Lark House, fresco, afeitado, con ropa limpia y aire de contrició n, avergonzado del episodio de la noche anterior.

—Acabo de enterarme de que el sake tiene un diecisiete por ciento de contenido alcohó lico —dijo.

—¿ Tienes tu moto? —lo interrumpió Irina.

—Sí. La encontré intacta donde la dejamos.

—Entonces llé vame al veterinario.

Los atendió el doctor Kallet, el mismo que añ os antes habí a amputado la pata a Sofí a. No era una coincidencia: el veterinario era voluntario de la organizació n que daba en adopció n perros rumanos y Lenny se lo habí a recomendado a Alma. El doctor Kallet diagnosticó un bloqueo intestinal; el gato debí a ser operado de inmediato, pero Irina no podí a tomar esa decisió n y el celular de Alma no respondí a. Seth se hizo cargo, pagó el depó sito de setecientos dó lares que les exigieron y le entregó el gato a la enfermera. Poco despué s estaba con Irina en la cafeterí a donde ella habí a trabajado antes de entrar al servicio de Alma. Los recibió Tim, quien en tres añ os no habí a progresado.

Seth todaví a tení a el estó mago revuelto por el sake, pero se le habí a despejado la mente y habí a llegado a la conclusió n de que su deber de cuidar a Irina no podí a ser postergado. No estaba enamorado de la forma que antes lo habí a estado de otras mujeres, con una pasió n posesiva sin espacio para la ternura. La deseaba y habí a esperado que ella iniciara el camino angosto del erotismo, pero su paciencia habí a sido inú til; era hora de pasar a la acció n directa o renunciar definitivamente a ella. Algo en el pasado de Irina la frenaba, no cabí a otra explicació n para su temor visceral a la intimidad. Le tentaba la idea de recurrir a sus investigadores, pero habí a decidido que Irina no merecí a esa deslealtad. Supuso que la incó gnita se aclararí a en algú n momento y se tragó las preguntas, pero ya estaba harto de tantas consideraciones. Lo má s urgente era sacarla de la guarida de ratones donde viví a. Habí a preparado sus argumentos como para enfrentarse a un jurado, pero cuando la tuvo al frente, con su cara de duende y su gorro lamentable, se le olvidó el discurso y le propuso bruscamente que se fuera a vivir con é l.

—Mi apartamento es có modo, me sobran metros cuadrados, tendrí as tu habitació n y bañ o privados. Gratis.

—¿ A cambio de qué? —le preguntó ella, incré dula.

—De que trabajes para mí.

—¿ En qué exactamente?

—En el libro sobre los Belasco. Se requiere mucha investigació n y yo no tengo tiempo.

—Trabajo cuarenta horas a la semana en Lark House y doce má s para tu abuela, ademá s bañ o perros los fines de semana y pretendo empezar a estudiar de noche. Tengo menos tiempo que tú, Seth.

—Podrí as dejar todo, menos a mi abuela, y dedicarte a mi libro. Tendrí as donde vivir y un buen sueldo. Quiero probar có mo serí a vivir con una mujer, nunca lo he hecho y má s vale que practique un poco.

—Veo que te sorprendió mi cuarto. No quiero que me tengas lá stima.

—No te tengo lá stima. En este momento te tengo rabia.

—Pretendes que deje mi trabajo, mis ingresos seguros, la pieza con renta fija de Berkeley que me costó tanto conseguir, que me aloje en tu apartamento y me quede en la calle cuando te aburras de mí. Muy conveniente.

—¡ No entiendes nada, Irina!

—Sí te entiendo, Seth. Quieres una secretaria con derecho a cama.

—¡ Por Dios! No voy a rogarte, Irina, pero te advierto que estoy a punto de dar media vuelta y desaparecer de tu vida. Sabes lo que siento por ti, es obvio hasta para mi abuela.

—¿ Alma? ¿ Qué tiene que ver tu abuela con esto?

—Fue idea suya. Yo querí a proponerte que nos casá ramos y ya está, pero ella dijo que mejor probá ramos vivir juntos un añ o o dos. Eso te darí a tiempo para acostumbrarte a mí y a mis padres les darí a tiempo para acostumbrarse al hecho de que no eres judí a y eres pobre.

Irina no intentó contener el llanto. Escondió el rostro entre los brazos cruzados sobre la mesa, aturdida por el dolor de cabeza, que habí a aumentado durante esas horas, y confundida por una avalancha de emociones contrarias: cariñ o y agradecimiento hacia Seth, vergü enza por sus propias limitaciones, desesperació n por su futuro. Ese hombre le ofrecí a el amor de las novelas, pero no era para ella. Podí a amar a los ancianos de Lark House, a Alma Belasco, a algunos amigos, como su socio Tim, que en ese momento la miraba preocupado desde el mostrador, a sus abuelos instalados en el tronco de una secoya, a Neko, Sofí a y las otras mascotas de la residencia; podí a amar a Seth má s que a nadie en la vida, pero no lo suficiente.

—¿ Qué te pasa, Irina? —le preguntó Seth, desconcertado.

—No tiene nada que ver contigo. Son cosas del pasado.

—Cué ntamelo.

—¿ Para qué? No tiene importancia —replicó ella, soná ndose con una servilleta de papel.

—Tiene mucha importancia, Irina. Anoche quise tomarte la mano y casi me pegas. Claro que tení as razó n, yo estaba hecho un cerdo. Perdó name. No volverá a suceder, te lo prometo. Te he querido durante tres añ os, tú lo sabes muy bien. ¿ Qué está s esperando para quererme tú a mí? Ten cuidado, mujer, mira que puedo conseguir otra chica de Moldavia, hay cientos de ellas dispuestas a casarse por un visado americano.

—Buena idea, Seth.

—Conmigo serí as feliz, Irina. Soy el tipo má s bueno del mundo, totalmente inofensivo.

—Ningú n abogado americano en motocicleta es inofensivo, Seth. Pero reconozco que eres una persona fantá stica.

—Entonces ¿ aceptas?

—No puedo. Si conocieras mis razones, saldrí as escapando.

—A ver si adivino: ¿ trá fico de animales exó ticos en ví as de extinció n? No importa. Ven a ver mi apartamento y despué s decides.

El apartamento, en un edificio moderno en el Embarcadero, con conserje y espejos biselados en el ascensor, era tan impecable que daba la impresió n de estar deshabitado. Aparte de un sofá de cuero color espinaca, un televisor gigante, una mesa de vidrio con revistas y libros apilados en orden y unas lá mparas danesas, no habí a má s en ese Sá hara de ventanales y pisos de parqué oscuro. Nada de alfombras, cuadros, adornos o plantas. En la cocina predominaba una mesa de granito negro y una brillante colecció n de ollas y sartenes de cobre, sin uso, que colgaban de unos ganchos en el techo. Por curiosidad, Irina atisbó dentro del refrigerador y vio jugo de naranja, vino blanco y leche descremada.

—¿ Alguna vez comes algo só lido, Seth?

—Sí, en la casa de mis viejos o en restaurantes. Aquí falta una mano femenina, como dice mi madre. ¿ Tú sabes cocinar, Irina?

—Papas y repollo.

La habitació n que segú n Seth la estaba esperando era asé ptica y viril como el resto del apartamento, só lo contení a una cama ancha con un cobertor de lino crudo y almohadones en tres tonos de café, que no contribuí an a alegrar el ambiente, una mesa de noche y una silla metá lica. En la pared color arena colgaba una de las fotografí as en blanco y negro de Alma tomada por Nathaniel Belasco, pero a diferencia de las otras, que a Irina le habí an parecido tan reveladoras, en é sta se veí a só lo su medio rostro dormido en una atmó sfera nebulosa de ensueñ o. Era el ú nico adorno que Irina habí a visto en el desierto de Seth.

—¿ Cuá nto tiempo hace que vives aquí? —le preguntó.

—Cinco añ os. ¿ Te gusta?

—La vista es impresionante.

—Pero el apartamento te parece muy frí o —concluyó Seth—. Bueno, si quieres hacer cambios, tendremos que ponernos de acuerdo en los detalles. Nada de flecos ni colores pastel, no van con mi personalidad, pero estoy dispuesto a hacer leves concesiones en la decoració n. No ahora mismo, sino má s adelante, cuando me supliques que me case contigo.

—Gracias, pero por el momento llé vame al metro, tengo que volver a mi pieza. Creo que tengo gripe, me duele todo el cuerpo.

—No, señ orita. Vamos a pedir comida china, ver una pelí cula y esperar que nos llame el doctor Kallet. Te voy a dar aspirina y té, eso ayuda. Lá stima que no tengo caldo de pollo, que es un remedio infalible.

—Perdona, pero ¿ podrí a darme un bañ o? No lo he hecho desde hace añ os, uso las duchas del personal en Lark House.

Era una tarde luminosa y por el ventanal junto a la bañ era se apreciaba el panorama de la ciudad bulliciosa, el trá fico, los veleros en la bahí a, la multitud en las calles, a pie, en bicicleta, en patines, los clientes a las mesas bajo los toldos anaranjados de las veredas, la torre del reloj del Ferry Building. Tiritando, Irina se hundió hasta las orejas en el agua caliente y sintió có mo se le iban soltando los mú sculos agarrotados y relajando los huesos doloridos; bendijo una vez má s el dinero y la generosidad de los Belasco. Poco despué s Seth le avisó desde el otro lado de la puerta de que habí a llegado la comida, pero siguió remojá ndose media hora má s. Por ú ltimo se vistió sin ganas, somnolienta, mareada. El olor de los cartones con cerdo agridulce, chow mein y pato pequiné s le produjo ná useas. Se acurrucó en el sofá, se quedó dormida y no despertó hasta varias horas má s tarde, cuando habí a oscurecido tras las ventanas. Seth le habí a acomodado una almohada bajo la cabeza, la habí a tapado con una frazada y estaba sentado en una esquina del sofá viendo su segunda pelí cula de la noche —espí as, crí menes internacionales y villanos de la mafia rusa—, con los pies de ella sobre sus rodillas.

—No quise despertarte. Llamó Kallet y dijo que Neko ha salido bien de la operació n, pero tiene un tumor grande en el bazo y esto es el comienzo del final —le anunció.

—Pobre, espero que no esté sufriendo…

—Kallet no dejará que sufra, Irina. ¿ Có mo va el dolor de cabeza?

—No sé. Tengo mucho sueñ o. ¿ No habrá s drogado el té, verdad, Seth?

—Sí, le eché ketamina. ¿ Por qué no te metes en la cama y duermes como se debe? Tienes fiebre.

La llevó a la habitació n de la foto de Alma, le quitó los zapatos, la ayudó a acostarse, la arropó y luego se fue a terminar de ver su pelí cula. Al dí a siguiente Irina despertó tarde, despué s de haber sudado y dormido la fiebre; se sentí a mejor, pero todaví a tení a las piernas dé biles. Encontró una nota de Seth en la mesa negra de la cocina: «El café está listo para colarse, enciende la cafetera. Mi abuela volvió a Lark House y le conté lo de Neko. Ella va a avisar a Voigt de que está s enferma y no irá s a trabajar. Descansa. Te llamaré má s tarde. Besos. Tu futuro marido». Tambié n habí a un cartó n de sopa de pollo con fideos, una cajita de frambuesas y una bolsa de papel con pan dulce de una pastelerí a cercana.

Seth regresó antes de las seis de la tarde, al salir de los tribunales, ansioso por ver a Irina. La habí a llamado varias veces por telé fono para comprobar que no se habí a ido, pero temí a que en un impulso de ú ltima hora hubiera desaparecido. Al pensar en ella, la primera imagen que le vení a a la mente era la de una liebre lista para salir disparada y la segunda era su rostro pá lido, atento, la boca entreabierta, los ojos redondos de asombro, escuchando las historias de Alma, tragá ndoselas. Apenas abrió la puerta, sintió la presencia de Irina. Antes de verla supo que estaba allí, el apartamento estaba habitado, la arena de las paredes parecí a má s cá lida, el piso tení a un brillo satinado que nunca habí a notado, el aire mismo se habí a vuelto má s amable. Ella salió a su encuentro con paso vacilante, los ojos hinchados de sueñ o y el cabello alborotado como una peluca blancuzca. Seth le abrió los brazos y ella, por primera vez, se refugió en ellos. Permanecieron abrazados un tiempo que para ella fue una eternidad y para é l duró un suspiro; despué s ella lo condujo de la mano al sofá. «Tenemos que hablar», le dijo.

Catherine Hope la habí a hecho prometer, despué s de escuchar su confesió n, que se lo contarí a a Seth, no só lo para arrancarse esa planta maligna que la envenenaba, sino tambié n porque é l merecí a saber la verdad.

A finales del añ o 2000, el agente Ron Wilkins habí a colaborado con dos investigadores de Canadá para identificar el origen de cientos de imá genes, que circulaban por internet, de una niñ a de unos nueve añ os, sometida a tales excesos de depravació n y violencia, que posiblemente no habí a sobrevivido. Eran las favoritas de los coleccionistas especializados en pornografí a infantil, que compraban las fotos y ví deos privadamente a travé s de una red internacional. La explotació n sexual de niñ os no era nada nuevo, habí a existido durante siglos con total impunidad, pero los agentes contaban con una ley, promulgada en 1978, que la declaraba ilegal en Estados Unidos. A partir de ese añ o la producció n y distribució n de fotografí as y pelí culas se redujo, porque las ganancias no justificaban los riesgos legales. Entonces vino internet y el mercado se expandió de forma incontrolable. Se calculaba que existí an cientos de miles de sitios web dedicados a la pornografí a infantil y má s de veinte millones de consumidores, la mitad de ellos en Estados Unidos. El desafí o consistí a en descubrir a los clientes, pero lo má s importante era echar el guante a los productores. El nombre en clave que le dieron al caso de la niñ a de cabello muy rubio, con orejas en punta y un hoyuelo en la barbilla, era Alice. El material era reciente. Sospechaban que Alice podrí a ser mayor de lo que parecí a, porque los productores procuraban que sus ví ctimas parecieran lo má s jó venes posible, como exigí an los consumidores. Al cabo de quince meses de colaboració n intensiva, Wilkins y los canadienses dieron con el rastro de uno de los coleccionistas, un cirujano plá stico de Montreal. Allanaron su casa y su clí nica, confiscaron sus computadoras y dieron con má s de seiscientas imá genes, entre las que habí a dos fotografí as y un ví deo de Alice. El cirujano fue arrestado y aceptó colaborar con las autoridades a cambio de una sentencia menos severa. Con la informació n y los contactos obtenidos, Wilkins se puso en acció n. El macizo agente se describí a a sí mismo como sabueso, decí a que una vez que olfateaba una pista, nada podí a distraerlo; la seguí a hasta el final y no descansaba hasta atraparla. Hacié ndose pasar por aficionado, descargó varias fotos de Alice, las modificó digitalmente para que parecieran originales y no se le viera la cara, aunque para los entendidos serí a reconocible, y con ellas obtuvo acceso a la red usada por el coleccionista de Montreal. Pronto consiguió varios interesados. Ya tení a la primera pista, el resto serí a cuestió n de nariz.

Una noche, en noviembre de 2002, Ron Wilkins tocó el timbre de una casa en un barrio modesto al sur de Dallas y Alice le abrió. La identificó al primer vistazo, era inconfundible. «Vengo a hablar con tus padres», le dijo con un suspiro de alivio, porque no estaba seguro de que la niñ a estuviera viva. Era uno de aquellos perí odos afortunados en que Jim Robyns estaba trabajando en otra ciudad y la niñ a se encontraba sola con su madre. El agente mostró su insignia del FBI y no esperó a ser invitado, empujó la puerta y se introdujo en la casa, directamente en la sala. Irina recordarí a siempre ese momento como si acabara de vivirlo: el gigante negro, su olor a flores dulces, su voz profunda y lenta, sus manos grandes y finas de palmas rosadas. «¿ Qué edad tienes?», le preguntó. Radmila iba por el segundo vodka y la tercera botella de cerveza, pero aú n creí a que estaba serena y trató de intervenir con el argumento de que su hija era menor de edad y las preguntas debí an ser dirigidas a ella. Wilkins la calló con un gesto. «Voy a cumplir quince añ os», respondió Alice en un hilo de voz, como pillada en falta, y el hombre se estremeció porque su ú nica hija, la luz de su vida, tení a la misma edad. Alice habí a tenido una infancia de privaciones, con insuficiencia de proteí nas, se habí a desarrollado tarde y con su baja estatura y huesos delicados podí a pasar fá cilmente por una niñ a mucho menor. Wilkins calculó que si en ese momento Alice parecí a tener doce añ os, en las primeras imá genes que habí an circulado en internet representarí a nueve o diez. «Dé jame hablar a solas con tu madre», le pidió Wilkins, avergonzado. Pero en esos minutos Radmila habí a entrado en la etapa agresiva de la ebriedad e insistió a gritos en que su hija podí a saber cualquier cosa que el agente tuviera que decir. «¿ Verdad, Elisabeta?». La chiquilla asintió como hipnotizada, con la vista fija en la pared. «Lo lamento mucho, niñ a», dijo Wilkins y colocó sobre la mesa media docena de fotografí as. Así se enfrentó Radmila a lo que habí a estado sucediendo en su propia casa durante má s de dos añ os y se habí a negado a ver, y así se enteró Alice de que millones de hombres en todas partes del mundo la habí an visto en los juegos privados con su padrastro. Llevaba añ os sintié ndose sucia, mala y culpable; despué s de ver las fotografí as sobre la mesa quiso morirse. No habí a redenció n posible para ella.

Jim Robyns le habí a asegurado que esos juegos con el padre o con tí os eran normales, que muchos niñ os y niñ as participaban en ellos de buena gana y agradecidos. Esos niñ os eran especiales. Pero nadie hablaba de eso, era un secreto bien guardado, y ella no debí a mencionarlo nunca a nadie, ni a las amigas, ni a las maestras, ni menos al doctor, porque la gente dirí a que era pecadora, inmunda, iba a quedarse sola y sin amigos; hasta su propia madre la rechazarí a, Radmila era muy celosa. ¿ Por qué se resistí a? ¿ Querí a regalos? ¿ No? Bueno, entonces le pagarí a como si ella fuera una mujercita adulta, no directamente a ella, sino a los abuelos. É l mismo se encargarí a de enviar dinero a Moldavia a nombre de su nieta; ella debí a escribirles una tarjeta para acompañ ar el dinero, pero sin decí rselo a Radmila: eso tambié n serí a un secreto entre ellos dos. A veces los viejos necesitaban una remesa extra, tení an que reparar el techo o comprar otra cabra. No habí a problema; é l era de buen corazó n, comprendí a que la vida era difí cil en Moldavia, menos mal que Elisabeta habí a tenido la suerte de venir a Amé rica; pero no convení a establecer el precedente del dinero gratis, ella debí a ganarlo, ¿ verdad? Debí a sonreí r, eso no le costaba nada, debí a ponerse la ropa que é l le exigiera, debí a someterse a las cuerdas y los hierros, debí a beber ginebra para relajarse, con jugo de manzana para que no le quemara la garganta, pronto se iba a acostumbrar al sabor, ¿ querí a má s azú car? A pesar del alcohol, las drogas y el miedo, en algú n momento ella se dio cuenta de que habí a cá maras en el cobertizo de las herramientas, la «casita» de ellos dos, donde nadie, ni su madre, podí a entrar. Robyns le juró que las fotos y los ví deos eran privados, le pertenecí an só lo a é l, nadie los verí a nunca, é l los guardarí a de recuerdo para que lo acompañ aran en unos añ os má s, cuando ella se fuera al college.

¡ Có mo la iba a echar de menos!

La presencia de ese negro desconocido, con sus manos grandes y sus ojos tristes y sus fotografí as, probaba que su padrastro le habí a mentido. Todo lo ocurrido en la casita circulaba por internet y seguirí a circulando, no se podí a recoger o destruir, existirí a para siempre. Cada minuto en alguna parte alguien la estaba violando, alguien estarí a masturbá ndose con su sufrimiento. Durante el resto de su vida, dondequiera que fuera alguien podrí a reconocerla. No tení a escapatoria. El horror nunca terminarí a. Siempre el olor a alcohol y el sabor a manzana la devolverí an a la casita; siempre caminarí a mirando por encima del hombro, escabullé ndose; siempre sentirí a repugnancia de ser tocada.

Esa noche, despué s de que Ron Wilkins se fue, la niñ a se encerró en su pieza, paralizada de terror y de asco, segura de que cuando regresara su padrastro la matarí a, como le habí a advertido que harí a si ella revelaba una sola palabra de los juegos. Morir era su ú nica salida, pero no a manos de é l, no de la forma lenta y atroz que é l describí a a menudo, siempre con nuevos detalles.

Entretanto Radmila se echó al cuerpo el resto de la botella de vodka, cayó inconsciente y pasó las diez horas siguientes tirada en el suelo de la cocina. Cuando se repuso un poco de la resaca arremetió a bofetadas contra su hija, la seductora, la puta que habí a pervertido a su marido. La escena duró poco, porque en esos momentos llegó un patrullero con dos policí as y una visitadora social, enviados por Wilkins. Arrestaron a Radmila y se llevaron a la niñ a a un hospital psiquiá trico infantil, mientras el Tribunal de Menores decidí a qué hacer con ella. No volverí a a ver a su madre ni a su padrastro.

Radmila tuvo tiempo de avisar a Jim Robyns de que lo buscaban y é l se fugó del paí s, pero no contaba con Ron Wilkins, que pasó los cuatro añ os siguientes buscá ndolo por el mundo, hasta que dio con é l en Jamaica y lo devolvió esposado a Estados Unidos. Su ví ctima no tuvo que verlo en el juicio, porque los abogados tomaron sus declaraciones en privado y la jueza la eximió de presentarse en los tribunales. Por ella la muchacha se enteró de que sus abuelos habí an muerto y las remesas de dinero nunca fueron enviadas. Jim Robyns recibió una condena de diez añ os en prisió n, sin libertad condicional.

—Le faltan tres añ os y dos meses. Cuando salga libre me buscará y no tendré dó nde esconderme —concluyó Irina.

—No vas a tener que esconderte. Le impondrá n una orden de alejamiento. Si se te acerca volverá a prisió n. Yo estaré contigo y me voy a asegurar de que la orden se cumpla —replicó Seth.

—Pero ¿ no ves que es imposible, Seth? En cualquier momento alguien de tu cí rculo, un socio, un amigo, un cliente, tu propio padre, puede reconocerme. Ahora mismo estoy en miles y miles de pantallas.

—No, Irina. Tú eres una mujer de veintisé is añ os y la que circula en internet es Alice, una niñ ita que ya no existe. Los pedó filos ya no se interesan en ti.

—Te equivocas. He tenido que huir varias veces de diferentes lugares porque algú n desgraciado me persigue. De nada sirve que acuda a la policí a, no pueden impedir que el tipo haga circular mis fotos. Pensaba que tiñ é ndome el pelo de negro o usando maquillaje pasarí a inadvertida, pero no resultó; tengo una cara fá cil de identificar y no ha cambiado mucho en estos añ os. Nunca estoy tranquila, Seth. Si tu familia me iba a rechazar porque soy pobre y no soy judí a, ¿ te imaginas có mo serí a si descubrieran esto?

—Se lo diremos, Irina. Les va a costar un poco aceptarlo, pero creo que van a terminar querié ndote má s por lo que has pasado. Son muy buena gente. Has tenido tiempo de sufrir; ahora debe comenzar el tiempo de sanar y perdonar.

—¿ Perdonar, Seth?

—Si no lo haces, el rencor te va a destruir. Casi todas las heridas sanan con cariñ o, Irina. Tienes que amarte a ti misma y amarme a mí. ¿ Estamos?

—Eso dijo Cathy.

—Hazle caso, esa mujer sabe mucho. Dé jame ayudarte. No soy ningú n sabio, pero soy buen compañ ero y te he dado muestras sobradas de tenacidad. Nunca me doy por vencido. Resí gnate, Irina, no pienso dejarte en paz. ¿ Sientes mi corazó n? Está llamá ndote —le dijo, tomá ndole la mano y llevá ndosela al pecho.

—Hay algo má s, Seth.

—¿ Má s todaví a?

—Desde que el agente Wilkins me salvó de mi padrastro, nadie me ha tocado… Ya sabes a qué me refiero. He estado sola y lo prefiero así.

—Bueno, Irina, eso tendrá que cambiar, pero iremos con calma. Lo que pasó no tiene nada que ver con el amor y nunca má s volverá a sucederte. Tampoco tiene que ver con nosotros. Una vez me dijiste que los viejos hacen el amor sin prisa. No es mala idea. Vamos a querernos como un par de abuelitos, ¿ qué te parece?

—No creo que resulte, Seth.

—Entonces tendremos que ir a terapia. Venga, mujer, deja de llorar. ¿ Tienes hambre? Pé inate un poco, vamos a salir a comer y hablar de los pecados de mi abuela, eso siempre nos levanta el á nimo.

 



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