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Mejores amigos






Alma Mendel y Nathaniel Belasco se casaron en una ceremonia privada en la terraza de Sea Cliff, en un dí a que comenzó tibio y soleado y se fue enfriando y oscureciendo con inesperados nubarrones que reflejaban el estado de á nimo de los novios. Alma lucí a ojeras color berenjena, habí a pasado la noche en vela, debatié ndose en un mar de dudas, y apenas vio al rabino corrió al bañ o, sacudida hasta las tripas de susto, pero Nathaniel se encerró con ella, la hizo lavarse la cara con agua frí a y la conminó a controlarse y poner buena cara. «No está s sola en esto, Alma. Yo estoy contigo y lo estaré siempre», le prometió. El rabino, que en principio se habí a opuesto a la boda porque eran primos, debió aceptar la situació n cuando Isaac Belasco, el má s prominente miembro de su congregació n, le explicó que dado el estado de Alma, no habí a má s remedio que casarlos. Le dijo que esos jó venes se habí an querido desde niñ os y el afecto se transformó en pasió n cuando Alma regresó de Boston, esos accidentes ocurrí an, así era la condició n humana, y ante el hecho consumado só lo cabí a bendecirlos. A Martha y Sarah se les ocurrió que podí an divulgar alguna historia para acallar las murmuraciones, por ejemplo, que Alma habí a sido adoptada en Polonia por los Mendel y por lo tanto no era pariente consanguí nea, pero Isaac se opuso. Al error cometido no podí an añ adir una mentira tan burda. En el fondo, estaba feliz con la unió n de las dos personas que má s querí a en el mundo, aparte de su mujer. Preferí a mil veces que Alma se casara con Nathaniel y quedara firmemente amarrada a su familia a que lo hiciera con un extrañ o y se fuera de su lado. Lillian le recordó que de las uniones incestuosas nací an hijos tarados, pero é l le aseguró que eso era superstició n popular y só lo tení a fundamento cientí fico en las comunidades cerradas, donde la procreació n consanguí nea se repetí a por generaciones. No era el caso de Nathaniel y Alma.

Despué s de la ceremonia, a la que asistieron solamente la familia, el contador del Escritorio Jurí dico y los empleados de la casa, se sirvió una cena formal a todos los presentes en el gran comedor de la mansió n, que só lo se usaba para ocasiones destacadas. La cocinera, su ayudante, las mucamas y el chofer se sentaron tí midamente a la mesa con sus patrones, atendidos por dos mozos de Ernie’s, el restaurante má s fino de la ciudad, que sirvió la comida. Esa novedad se le ocurrió a Isaac para establecer oficialmente el hecho de que a partir de ese dí a Alma y Nathaniel eran esposos. Para los empleados domé sticos, que los conocí an como miembros de la misma familia, no serí a fá cil acostumbrarse al cambio; de hecho, habí a una mucama que llevaba cuatro añ os trabajando con los Belasco y creí a que eran hermanos, porque a nadie se le ocurrió decirle que eran primos hasta ese dí a. La cena empezó en un silencio de cementerio, los ojos puestos en los platos, todos incó modos, pero se fueron animando a medida que se escanciaba el vino e Isaac obligaba a los comensales a brindar por la pareja. Alegre, expansivo, llenando su copa y las de los demá s, Isaac parecí a una ré plica sana y juvenil del anciano en que se habí a convertido en los ú ltimos añ os. Lillian, preocupada, temiendo que le fallara el corazó n, le daba tirones en los pantalones debajo de la mesa para que se calmara. Finalmente los novios partieron una torta de crema y mazapá n con el mismo cuchillo de plata con que Isaac y Lillian habí an partido una similar en su boda, muchos añ os antes. Se despidieron de cada uno y se fueron en un taxi, porque el chofer habí a bebido tanto, que lloriqueaba en su silla recitando en irlandé s, su lengua materna.

Pasaron la primera noche de casados en la suite nupcial del hotel Palace, el mismo donde Alma habí a padecido los bailes de debutantes, con champá n, bombones y flores. Al dí a siguiente volarí an a Nueva York y de allí a Europa por dos semanas, un viaje impuesto por Isaac Belasco que ninguno de los dos deseaba. Nathaniel tení a varios casos legales entre manos y no querí a dejar la oficina, pero su padre compró los pasajes, se los metió en el bolsillo y lo convenció de partir con el argumento de que la luna de miel era un requisito tradicional; ya circulaban suficientes chismes sobre ese casamiento precipitado entre primos como para agregar uno má s. Alma se desvistió en el bañ o y volvió a la habitació n con la camisa y la bata de seda y encaje, que Lillian habí a comprado urgentemente junto al resto de un improvisado ajuar de boda. Dio una vuelta teatral para lucirse frente a Nathaniel, quien la esperaba vestido, sentado en una banqueta a los pies de la cama.

—Fí jate bien, Nat, porque no tendrá s otra oportunidad de admirarme. La camisa ya me queda ajustada en la cintura. No creo que pueda poné rmela de nuevo.

Su marido advirtió el temblor en la voz, que el comentario coqueto no pudo disimular, y la llamó con una palmada en el asiento. Alma se sentó a su lado.

—No me hago ilusiones, Alma, sé que amas a Ichimei.

—Tambié n te quiero a ti, Nat, no sé có mo explicarlo. Debe de haber una docena de mujeres en tu vida, no sé por qué nunca me has presentado ninguna. Una vez me dijiste que cuando te enamoraras, yo serí a la primera en saberlo. Despué s de que nazca el bebé nos divorciaremos y será s libre.

—No he renunciado a un gran romance por ti, Alma. Y me parece de muy mal gusto que me propongas el divorcio en la primera noche de casados.

—No te burles, Nat. Dime la verdad, ¿ sientes alguna atracció n por mí? Como mujer, quiero decir.

—Hasta ahora siempre te he considerado mi hermana menor, pero eso podrí a cambiar con la convivencia. ¿ Te gustarí a?

—No lo sé. Estoy confundida, triste, enojada, tengo un lí o en la cabeza y un crí o en la panza. Hiciste un pé simo negocio casá ndote conmigo.

—Eso está por verse, pero quiero que sepas que seré un buen padre para el niñ o o la niñ a.

—Va a tener rasgos asiá ticos, Nat. ¿ Có mo vamos a explicar eso?

—No daremos explicaciones y nadie se atreverá a pedirlas, Alma. La frente alta y los labios sellados es la mejor tá ctica. El ú nico que tiene derecho a preguntar es Ichimei Fukuda.

—No volveré a verlo, Nat. Gracias, mil veces gracias por lo que haces por mí. Eres la persona má s noble del mundo y trataré de ser una esposa digna de ti. Hace unos dí as pensaba que me morirí a sin Ichimei, pero ahora creo que con tu ayuda viviré. No te voy a fallar. Te seré fiel siempre, te lo juro.

—Chis, Alma. No hagamos promesas que tal vez no podamos cumplir. Vamos a recorrer este camino juntos, paso a paso, dí a a dí a, con la mejor intenció n. Eso es lo ú nico que podemos prometernos mutuamente.

Isaac Belasco habí a rechazado de plano la idea de que los recié n casados tuvieran su propio hogar, ya que en Sea Cliff sobraba espacio y el propó sito de construir una casa de esas dimensiones siempre fue que varias generaciones de la familia estuvieran bajo el mismo techo. Ademá s, Alma debí a cuidarse y necesitarí a la atenció n y compañ í a de Lillian y sus primas; montar y dirigir una casa requerí a un esfuerzo desproporcionado, determinó. Como argumento irrefutable usó el chantaje emocional: deseaba pasar con ellos la poca vida que le quedaba y que despué s acompañ aran a Lillian en la viudez. Nathaniel y Alma aceptaron la decisió n del patriarca; ella siguió durmiendo en su habitació n azul, donde el ú nico cambio fue reemplazar su cama por dos, separadas por una mesa de noche, y Nathaniel puso en venta su penthouse y volvió a la casa paterna. En su habitació n de soltero instaló un escritorio, sus libros, su mú sica y un sofá. Todos en la casa sabí an que los horarios de la pareja no propiciaban la intimidad, ella se levantaba a mediodí a y se iba a la cama temprano, é l trabajaba como un galeote, llegaba tarde de la oficina, se encerraba con sus libros y sus discos clá sicos, se acostaba despué s de la medianoche, dormí a muy poco y salí a antes de que ella despertara; los fines de semana jugaba al tenis, subí a trotando al monte Tamalpais, se iba a dar vueltas por la bahí a con su velero y regresaba quemado por el sol, sudoroso y apaciguado. Tambié n habí an notado que é l solí a dormir en el sofá de su escritorio, pero lo atribuyeron a la necesidad de descanso de su mujer. Nathaniel era tan atento con Alma, ella dependí a tanto de é l y habí a tanta confianza y buen humor entre ellos, que só lo Lillian sospechaba alguna anormalidad.

—¿ Có mo van las cosas entre tú y mi hijo? —le preguntó a Alma a la segunda semana de tenerlos en su casa, despué s de la luna de miel, cuando ya el embarazo estaba en el cuarto mes.

—¿ Por qué me lo pregunta, tí a Lillian?

—Porque ustedes se quieren igual que antes, nada ha cambiado. El matrimonio sin pasió n es como la comida sin sal.

—¿ Quiere que hagamos alarde de pasió n en pú blico? —se rió Alma.

—Mi amor con Isaac es lo má s precioso que tengo, Alma, má s que los hijos y los nietos. Lo mismo deseo para ustedes: que vivan enamorados, como Isaac y yo.

—¿ Qué le hace suponer que no lo estamos, tí a Lillian?

—Está s en el mejor momento de tu embarazo, Alma. Entre el cuarto y el sé ptimo mes una se siente fuerte, llena de energí a y sensualidad. Nadie habla de eso, los mé dicos no lo mencionan, pero es como estar en celo. Así fue cuando yo esperaba a mis tres hijos: andaba persiguiendo a Isaac. ¡ Era escandaloso! No veo ese entusiasmo entre Nathaniel y tú.

—¿ Có mo puede saber lo que pasa entre nosotros a puerta cerrada?

—¡ No me contestes con preguntas, Alma!

Al otro lado de la bahí a de San Francisco, Ichimei estaba encerrado en un mutismo prolongado, abstraí do en el reconcomio del amor traicionado. Se volcó en su trabajo con las flores, que brotaban má s coloridas y perfumadas que nunca para consolarlo. Se enteró del casamiento de Alma porque Megumi estaba hojeando una revista frí vola en la peluquerí a y vio en la secció n de vida social una fotografí a de Alma y Nathaniel Belasco vestidos de gala, presidiendo el banquete anual de la fundació n de la familia. La leyenda de la foto indicaba que habí an regresado recientemente de su luna de miel en Italia y describí a la esplé ndida fiesta y el elegante vestido de Alma, inspirado en las tú nicas drapeadas de la Grecia antigua. Eran la pareja má s comentada del añ o, segú n la revista. Sin sospechar que iba a clavarle una lanza en el pecho a su hermano, Megumi recortó la pá gina y se la llevó. Ichimei la estudió sin manifestar ninguna emoció n. Llevaba varias semanas tratando en vano de comprender qué habí a sucedido en esos meses con Alma en el motel de los amores exagerados. Creí a haber vivido algo absolutamente extraordinario, una pasió n digna de la literatura, el reencuentro de dos almas destinadas a estar juntas una y otra vez a travé s del tiempo, pero mientras é l abrazaba esa magní fica certeza, ella planeaba casarse con otro. El engañ o era tan monumental, que no le cabí a en el pecho, le costaba respirar. En el ambiente de Alma y Nathaniel Belasco el matrimonio era má s que la unió n de dos individuos, era una estrategia social, econó mica y de familia. Era imposible que Alma hubiera realizado los preparativos sin dejar traslucir ni la má s tenue de sus intenciones; la evidencia estaba allí y é l, ciego y sordo, no la vio. Ahora podí a atar cabos y explicarse la incoherencia de Alma en el ú ltimo tiempo, su á nimo errá tico, sus titubeos, sus artificios para eludir preguntas, sus sinuosas artimañ as para distraerlo, sus contorsiones para hacer el amor sin mirarlo a los ojos. La falsedad era tan completa, la red de mentiras tan intrincada y tortuosa, el dañ o cometido tan irreparable, que só lo cabí a aceptar que no conocí a a Alma en absoluto, era una extrañ a. La mujer amada nunca existió, la habí a construido con sueñ os.

Harta de ver a su hijo ausente de espí ritu como un soná mbulo, Heideko Fukuda decidió que habí a llegado la hora de llevarlo a Japó n a buscar sus raí ces y, con algo de suerte, encontrarle una novia. El viaje lo ayudarí a a sacudirse la pesadez que lo aplastaba, cuya causa ni ella ni Megumi habí an podido descubrir. Ichimei era muy joven en añ os para crear una familia, pero tení a madurez de anciano; convení a intervenir lo antes posible para escoger a la futura nuera, antes de que la perniciosa costumbre americana de casarse por el espejismo amoroso se apoderara de su hijo. Megumi estaba dedicada de lleno a sus estudios, pero aceptó supervisar a un par de compatriotas contratados para gestionar el negocio de las flores durante el viaje. Se le ocurrió pedirle a Boyd Anderson, como prueba final de amor, que dejara todo en Hawá i y se trasladara a Martí nez a cultivar flores, pero Heideko seguí a negá ndose a pronunciar el nombre del tenaz enamorado y se referí a a é l como el guardia del campo de concentració n. Aú n tuvieron que pasar cinco añ os antes de que naciera su primer nieto, Charles Anderson, hijo de Megumi y Boyd, y ella dirigiera la palabra al demonio blanco. Heideko organizó el viaje sin preguntar su opinió n a Ichimei. Le anunció que debí an cumplir con el deber ineludible de honrar a los antepasados de Takao, como ella le habí a prometido en su agoní a, para que se fuera tranquilo. En vida, Takao no pudo hacerlo y ahora el peregrinaje les correspondí a a ellos. Tendrí an que visitar cien templos para hacer ofrendas y esparcir una pizca de las cenizas de Takao en cada uno. Ichimei presentó una oposició n meramente retó rica, porque en el fondo le daba lo mismo aquí o allá; el lugar geográ fico no afectarí a el proceso de limpieza interior en que estaba embarcado.

En Japó n Heideko anunció a su hijo que su primer deber no era con su difunto esposo, sino con sus ancianos padres, en caso que estuviesen vivos, y con sus hermanos, a quienes no habí a visto desde 1922. No invitó a Ichimei a acompañ arla. Se despidió livianamente, como si fuera de compras, sin interesarse por có mo pensaba arreglarse su hijo entretanto. Ichimei le habí a entregado a su madre todo el dinero que llevaban. La vio partir en el tren y, abandonando su maleta en la estació n, echó a andar con lo puesto, un cepillo de dientes y la bolsa de hule con las cenizas de su padre. No necesitaba mapa, porque habí a memorizado su itinerario. Caminó durante todo el primer dí a con el estó mago vací o y al anochecer llegó a un pequeñ o santuario sintoí sta, donde se echó junto a una pared. Empezaba a dormirse, cuando se le acercó un monje mendicante y le indicó que en el santuario siempre habí a té y bizcochos de arroz para los peregrinos. Así serí a su vida en los cuatro meses siguientes. Caminaba durante el dí a hasta que lo vencí a la fatiga, ayunaba hasta que alguien le ofrecí a algo de comer, dormí a donde cayera la noche. Nunca tuvo que pedir, nunca necesitó dinero. Iba con la mente en blanco, deleitá ndose en los paisajes y en la propia fatiga, mientras el esfuerzo de avanzar iba arrancá ndole a dentelladas el mal recuerdo de Alma. Cuando dio por concluida su misió n de visitar cien templos, la bolsa de hule estaba vací a y é l se habí a despojado de los sentimientos oscuros que lo agobiaban al comenzar el viaje.

 


2 de agosto de 1994

Vivir en la incertidumbre, sin seguridad, sin planes ni metas, dejá ndome llevar como un ave sostenida por la brisa, eso he aprendido en mis peregrinajes. Te extrañ a que a los sesenta y dos añ os todaví a pueda partir de la noche a la mañ ana a vagar sin itinerario ni equipaje, como un muchacho en autostop, que me vaya por tiempo indefinido y no te llame ni te escriba, que a mi regreso no pueda decirte dó nde estuve. No hay ningú n secreto, Alma. Camino, eso es todo. Para sobrevivir necesito muy poco, casi nada. ¡ Ah, la libertad!

Me voy, pero siempre te llevo en el recuerdo.

Ichi

 

 



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