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Gardenias






Al segundo lunes sin gardenias, Seth llegó de visita con tres en una caja, en memoria de Neko, dijo. La muerte reciente del gato contribuí a a la desgana en los huesos de Alma y el agobiante perfume de las flores no ayudó a aliviarla. Seth las puso en un plato de agua, preparó té para ambos y se instaló con su abuela en el sofá de la salita.

—¿ Qué ha pasado con las flores de Ichimei Fukuda, abuela? —le preguntó con tono indiferente.

—¿ Qué sabes tú de Ichimei, Seth? —respondió Alma, alarmada.

—Bastante. Supongo que ese amigo suyo tiene que ver con las cartas y las gardenias que recibe y con sus escapadas. Usted puede hacer lo que quiera, claro, pero me parece que no tiene edad para andar por allí sola o mal acompañ ada.

—¡ Me has estado espiando! ¿ Có mo te atreves a meter las narices en mi vida?

—Estoy preocupado por usted, abuela. Debe de ser que le he tomado afecto, a pesar de lo gruñ ona que es. No tiene nada que esconder, puede confiar en Irina y en mí. Somos sus có mplices en cualquier tonterí a que se le ocurra.

—¡ No es ninguna tonterí a!

—Por supuesto. Perdone. Sé que es un amor de toda la vida. Irina escuchó por casualidad una conversació n entre usted y Lenny Beal.

Para entonces Alma y el resto de los Belasco sabí an que Irina estaba viviendo en el apartamento de Seth, si no a tiempo completo, al menos varios dí as por semana. Doris y Larry se abstuvieron de hacer comentarios negativos con la esperanza de que la paté tica inmigrante de Moldavia fuera una calaverada pasajera de su hijo, pero recibí an a Irina con helada cortesí a, en vista de lo cual ella se abstení a de asistir a los almuerzos dominicales en Sea Cliff, donde Alma y Seth insistí an en arrastrarla. En cambio Pauline, quien se habí a opuesto sin excepció n a las novias atlé ticas de Seth, le abrió los brazos. «Te felicito, hermano. Irina es refrescante y tiene má s cará cter que tú. Sabrá manejarte en la vida».

—¿ Por qué no me lo cuenta todo, abuela? No tengo pasta de detective ni deseos de espiarla —le rogó Seth a Alma.

La taza de té amenazaba con derramarse en las manos temblorosas de Alma y su nieto se la quitó y la puso en la mesa. La ira inicial de la mujer se habí a disipado y en su lugar la invadió una gran lasitud, un deseo medular de desahogarse y confesarle a su nieto sus errores, contarle que se estaba apolillando por dentro y muriendo poco a poco y en buena hora, porque ya no podí a má s de cansancio y se morirí a contenta y enamorada, qué má s se podí a pedir a los ochenta y tantos añ os, despué s de mucho vivir y amar y tragarse las lá grimas.

—Llama a Irina. No quiero tener que repetir el cuento —le dijo a Seth.

Irina recibió el mensaje de texto en su celular cuando estaba en la oficina de Hans Voigt, con Catherine Hope, Lupita Farí as y las dos jefas de asistencia y enfermerí a, discutiendo el asunto del fallecimiento electivo, eufemismo que reemplazaba al té rmino suicidio, prohibido por el director. En la recepció n habí an interceptado un paquete fatí dico de Tailandia, que yací a a modo de evidencia sobre el escritorio del director. Vení a a nombre de Helen Dempsey, residente del tercer nivel, de ochenta y nueve añ os, con cá ncer recurrente, sin familia ni á nimo para soportar nuevamente la quimioterapia. Las instrucciones indicaban que el contenido se ingerí a con alcohol y el fin llegaba apaciblemente en el sueñ o. «Deben de ser barbitú ricos», dijo Cathy. «O veneno de ratas», agregó Lupita. El director querí a saber có mo diablos encargó Helen Dempsey eso sin que nadie se enterara; se suponí a que el personal debí a estar atento. Serí a muy inconveniente que se corriera la voz de que en Lark House habí a suicidas, serí a un desastre para la imagen de la institució n. En el caso de muertes sospechosas, como la de Jacques Devine, se cuidaban de no realizar una investigació n demasiado minuciosa; mejor ignorar los detalles. Los empleados culpaban a los fantasmas de Emily y su hijo, que se llevaban a los desesperados, porque cada vez que alguien fallecí a, fuera por causa natural o ilegal, Jean Daniel, el cuidador haitiano, se topaba con la joven de los velos rosados y su desafortunado niñ o. La visió n le poní a los pelos de punta. Habí a pedido que contrataran a una compatriota suya, peluquera por necesidad y sacerdotisa vudú por vocació n, para que los enviara al reino del otro mundo, donde les correspondí a estar, pero a Hans Voigt no le alcanzaba el presupuesto para ese tipo de gasto ya que a duras penas mantení a a flote a la comunidad haciendo malabarismos financieros. El tema resultaba poco oportuno para Irina, que andaba lloriqueando porque un par de dí as antes habí a sostenido a Neko en brazos, mientras le poní an la inyecció n misericordiosa que acabó con los achaques de su ancianidad. Alma y Seth fueron incapaces de acompañ ar al gato en ese trance, la primera por pena y el segundo por cobardí a. Dejaron a Irina sola en el apartamento para recibir al veterinario. No llegó el doctor Kallet, quien tuvo un problema de familia a ú ltima hora, sino una muchacha miope y nerviosa con aspecto de recié n graduada. Sin embargo, la joven resultó ser eficiente y compasiva; el gato se fue ronroneando, sin darse cuenta. Seth debí a llevar el cadá ver al crematorio de animales, pero por el momento Neko estaba en una bolsa de plá stico en el refrigerador de Alma. Lupita Farí as conocí a a un taxidermista mexicano que podí a dejarlo como vivo, relleno con estopa y con ojos de vidrio, o bien limpiar y pulir la calavera, que colocada en un pequeñ o pedestal servirí a de adorno. Les propuso a Irina y Seth que le dieran esa sorpresa a Alma, pero a ellos les pareció que el gesto no serí a debidamente apreciado por la abuela. «En Lark House tenemos el deber de desalentar cualquier intento de fallecimiento electivo, ¿ está claro?», machacó Hans Voigt por tercera o cuarta vez, con una firme mirada de advertencia a Catherine Hope, porque a ella recurrí an los pacientes con dolor cró nico, los má s vulnerables. Sospechaba, y con razó n, que esas mujeres sabí an má s de lo que estaban dispuestas a decirle. Cuando Irina vio el mensaje de Seth en la pantalla de su celular lo interrumpió: «Disculpe, señ or Voigt, es una emergencia». Eso les dio a las cinco la posibilidad de escapar, dejando al director en la mitad de una frase.

Encontró a Alma sentada en su cama, con un chal en las piernas, donde su nieto la habí a instalado al verla vacilar. Pá lida y sin pintura de labios, era una anciana encogida. «Abran la ventana. Este aire delgado de Bolivia me está matando», pidió. Irina le explicó a Seth que su abuela no deliraba, se referí a a la sensació n de ahogo, el zumbido de oí dos y el desfallecimiento del cuerpo, similar a la que tuvo cuando se apunó en La Paz, a tres mil seiscientos metros de altura, muchos añ os antes. Seth sospechó que los sí ntomas no se debí an al aire boliviano, sino al gato en la nevera.

Alma empezó por hacerles jurar que guardarí an sus secretos hasta despué s de su muerte y procedió a repetirles lo que ya les habí a contado, porque decidió que era mejor hilar ese tejido desde el principio. Comenzó por la despedida de sus padres en el muelle de Danzig, la llegada a San Francisco y có mo se agarró de la mano de Nathaniel, presintiendo tal vez que nunca la soltarí a; siguió con el instante preciso en que conoció a Ichimei Fukuda, el má s memorable de los instantes atesorados en la memoria, y de allí fue avanzando por el camino del pasado con una claridad tan diá fana como si leyera en voz alta. Las dudas de Seth sobre el estado mental de su abuela se evaporaron. Durante los tres añ os anteriores en que le habí a sonsacado material para su libro, Alma habí a demostrado su virtuosismo de narradora, su sentido del ritmo y habilidad para mantener el suspenso, su capacidad de contrastar los hechos luminosos con los má s trá gicos, luz y sombra, como las fotografí as de Nathaniel Belasco, pero hasta esa tarde no le habí a dado oportunidad de admirarla en un marató n de esfuerzo sostenido. Con algunas pausas para beber té y mordisquear unas galletas, Alma habló durante horas. Se hizo de noche sin que ninguno de los tres lo percibiera, la abuela hablando y los jó venes atentos. Les contó su reencuentro con Ichimei a los veintidó s añ os, despué s de doce sin verse, de có mo el amor dormido de la infancia los noqueó a ambos con fuerza irresistible, aunque sabí an que era un amor condenado y, de hecho, duró menos de un añ o. La pasió n es universal y eterna a travé s de los siglos, dijo, pero las circunstancias y las costumbres cambian todo el tiempo y resultaba difí cil entender sesenta añ os má s tarde los obstá culos insalvables con que ellos se enfrentaron en aquellos añ os. Si pudiera ser joven de nuevo, con lo que sabí a de sí misma ahora de vieja, repetirí a lo que hizo; porque no se habrí a atrevido a dar un paso definitivo con Ichimei, se lo habí an impedido las convenciones; nunca fue valiente, acataba las normas. Cometió su ú nico acto de desafí o a los setenta y ocho añ os, cuando abandonó la casa de Sea Cliff para instalarse en Lark House. A los veintidó s añ os, sospechando que tení an el tiempo contado, Ichimei y ella se atragantaron de amor para consumirlo entero, pero cuanto má s intentaban agotarlo, má s imprudente era el deseo, y quien diga que todo fuego se apaga solo tarde o temprano, se equivoca: hay pasiones que son incendios hasta que las ahoga el destino de un zarpazo y aun así quedan brasas calientes listas para arder apenas se les da oxí geno. Les habló de Tijuana y del casamiento con Nathaniel y de có mo habrí an de transcurrir otros siete añ os para ver a Ichimei en el funeral de su suegro, pensando en é l sin ansiedad, porque no esperaba volver a encontrarlo, y otros siete antes de que pudieran finalmente realizar el amor que todaví a compartí an.

—Entonces, abuela, ¿ mi papá no es hijo de Nathaniel? ¡ En ese caso yo soy nieto de Ichimei! ¡ Dí game si soy Fukuda o Belasco! —exclamó Seth.

—Si fueras Fukuda, tendrí as algo de japoné s, ¿ no crees? Eres Belasco.

 


El niñ o que no nació

Durante los primeros meses de casada Alma estuvo tan absorta en su embarazo que la rabia de haber renunciado al amor de Ichimei se convirtió en una incomodidad soportable, como una piedrecilla en los zapatos. Se sumió en una placidez de rumiante, refugiada en el cariñ o solí cito de Nathaniel y el nido proporcionado por la familia. Aunque Martha y Sarah ya les habí an dado nietos, Lillian e Isaac esperaron a ese bebé como si fuera de la realeza, porque llevarí a el apellido Belasco. Le asignaron una habitació n soleada de la casa, decorada con muebles infantiles y con los personajes de Walt Disney pintados en las paredes por un artista venido de Los Á ngeles. Se dedicaron a cuidar a Alma, satisfaciendo hasta sus mí nimas humoradas. Al sexto mes ella habí a engordado demasiado, tení a la presió n alta, la cara manchada, las piernas pesadas, viví a con dolor de cabeza, no le entraban los zapatos y usaba chancletas de playa, pero desde el primer aleteo de vida en su vientre se enamoró de la criatura que estaba gestando, que no era de Nathaniel ni de Ichimei, era só lo suya. Querí a un hijo, para llamarlo Isaac y darle a su suegro el descendiente que prolongarí a el apellido Belasco. Nadie sabrí a jamá s que no llevaba la misma sangre, se lo habí a prometido a Nathaniel. Pensaba, con retortijones de culpa, que si Nathaniel no lo hubiera impedido, ese niñ o habrí a terminado en una cloaca de Tijuana. Mientras aumentaba su debilidad por el bebé, tambié n aumentaba su horror por los cambios en su cuerpo, pero Nathaniel le aseguraba que estaba radiante, má s bella que nunca, y contribuí a a su sobrepeso con chocolates rellenos con naranja y otros antojos. La relació n de buenos hermanos siguió como siempre. É l, elegante y pulcro, usaba el bañ o cerca de su escritorio, en el otro extremo de la casa, y no se desvestí a delante de ella, pero Alma perdió todo pudor con é l y se abandonó a la deformidad de su estado, compartiendo los detalles prosaicos y sus indisposiciones, las crisis de nervios y los terrores de la maternidad, entregada como nunca lo estuvo antes. En ese perí odo violó las normas fundamentales impuestas por su padre de no quejarse, no pedir y no confiar en nadie. Nathaniel se convirtió en el centro de su existencia, bajo su ala se sentí a contenta, a salvo y aceptada. Eso creó entre ellos una intimidad desequilibrada que les resultaba natural, porque se ajustaba al cará cter de cada uno. Si alguna vez mencionaron esa distorsió n, fue para ponerse de acuerdo en que despué s de que naciera el bebé y Alma se recuperara del parto, tratarí an de vivir como una pareja normal, pero ninguno de los dos parecí a ansioso por llegar a eso. Entretanto, ella habí a descubierto el lugar perfecto en el hombro de é l, debajo del mentó n, donde apoyar la cabeza y dormitar. «Eres libre para ir con otras mujeres, Nat. Só lo te pido que seas discreto, para evitarme la humillació n», le repetí a Alma, y é l siempre le respondí a con un beso y una broma. Aunque ella no lograba librarse de la huella que Ichimei dejó en su mente y su cuerpo, sentí a celos de Nathaniel; habí a media docena de mujeres persiguié ndolo y suponí a que verlo casado no serí a un impedimento sino tal vez un incentivo para má s de una.

Estaban en la casa de la familia en el lago Tahoe, donde los Belasco iban a esquiar en invierno, bebiendo sidra caliente a las once de la mañ ana y esperando que se despejara la tormenta para asomarse, cuando Alma apareció en la sala tambaleá ndose en camisa de dormir y descalza. Lillian acudió a sostenerla y ella la rechazó, tratando de enfocar la vista. «Dí ganle a mi hermano Samuel que me revienta la cabeza», murmuró. Isaac intentó llevarla hasta un sofá, llamando a gritos a Nathaniel, pero Alma parecí a clavada en el suelo, pesada como un mueble, sujetá ndose la cabeza a dos manos y diciendo incoherencias de Samuel, Polonia y diamantes en el forro de un abrigo. Nathaniel llegó a tiempo para ver a su mujer desplomarse entre convulsiones.

El ataque de eclampsia se produjo a las veintiocho semanas de embarazo y duró un minuto y quince segundos. Ninguna de las tres personas que estaban presentes entendieron de qué se trataba, creyeron que era epilepsia. Nathaniel só lo atinó a acostarla de lado, sostenerla para evitar que se lastimara y mantenerle la boca abierta mediante una cuchara. Las terribles sacudidas se calmaron pronto y Alma quedó exangü e y desorientada, no sabí a dó nde se encontraba ni quié nes estaban con ella, gemí a de dolor de cabeza y espasmos en el vientre. La echaron al automó vil arropada en mantas y, patinando en el hielo del camino, la llevaron a la clí nica, donde el mé dico de turno, especializado en roturas y contusiones de esquiadores, no pudo hacer mucho má s que tratar de bajarle la presió n. La ambulancia tardó siete horas entre Tahoe y San Francisco, desafiando la tormenta y los obstá culos de la ruta. Cuando por fin un obstetra examinó a Alma, le advirtió a la familia del riesgo inminente de nuevas convulsiones o un ataque cerebral. A los cinco meses y medio de gestació n, las posibilidades de vida del niñ o eran nulas, debí an esperar unas seis semanas antes de inducir el parto, pero en ese tiempo podrí an morir la madre y el bebé. Como si lo hubiera escuchado, minutos despué s se apagó el latido del bebé en el ú tero, ahorrá ndole a Nathaniel una trá gica decisió n. Alma fue conducida deprisa al pabelló n de cirugí a.

Nathaniel fue el ú nico que vio al niñ o. Lo recibió en las manos, temblando de cansancio y tristeza, separó los pliegues del pañ al y encontró a un ser minú sculo, encogido y azul, con la piel fina y translú cida como tela de cebolla, totalmente formado y con los ojos entreabiertos. Se lo acercó a la cara y lo besó largamente en la cabeza. El frí o le quemó los labios y sintió el rumor profundo de los sollozos acallados subié ndole desde los pies, sacudié ndolo entero y vertié ndose en lá grimas. Lloró creyendo que lloraba por el niñ o muerto y por Alma, pero lo hací a por sí mismo, por su vida mesurada y convencional, por el peso de las responsabilidades que nunca podrí a sacudirse de encima, por la soledad que lo agobiaba desde que nació, por el amor que añ oraba y nunca tendrí a, por los naipes engañ osos que le habí an tocado y por todas las malditas tretas de su destino.

Siete meses despué s del aborto espontá neo, Nathaniel se llevó a Alma a una gira por Europa para distraerla de la nostalgia abrumadora que se habí a apoderado de su voluntad. Le habí a dado por hablar de su hermano Samuel en la é poca en que ambos viví an en Polonia, de una institutriz que la rondaba en sus pesadillas, un cierto vestido de terciopelo azulino, Vera Neumann con sus lentes de lechuza, un par de odiosas compañ eras de escuela, libros que habí a leí do y cuyos tí tulos no recordaba, pero cuyos personajes la penaban, y otros recuerdos inú tiles. Un viaje cultural podrí a resucitar la inspiració n de Alma y devolverle el entusiasmo por sus telas pintadas, pensaba Nathaniel, y si eso ocurriera, iba a proponerle que estudiara por un tiempo en la Royal Academy of Art, la má s antigua escuela de arte de Gran Bretañ a. Creí a que la mejor terapia para Alma serí a alejarse de San Francisco, de los Belasco en general y de é l en particular. No habí an vuelto a mencionar a Ichimei y Nathaniel suponí a que ella, fiel a su promesa, no estaba en contacto con é l. Se propuso pasar má s tiempo con su mujer, redujo las horas de trabajo y cuando era posible, estudiaba los casos y preparaba sus alegatos en la casa. Seguí an durmiendo en cuartos separados, pero dejaron de fingir que lo hací an juntos. La cama de Nathaniel quedó instalada definitivamente en su pieza de soltero, entre paredes tapizadas con papel con escenas de caza, caballos, perros y zorros. Compartiendo el insomnio, habí an sublimado toda tentació n de sensualidad. Se quedaban leyendo hasta despué s de la medianoche en uno de los salones, ambos en el mismo sofá, arropados con la misma manta. Algunos domingos en que el clima le impedí a navegar, Nathaniel conseguí a que Alma lo acompañ ara al cine o dormí an la siesta lado a lado en el sofá del insomnio, que reemplazaba el lecho matrimonial que no tení an.

El viaje abarcarí a desde Dinamarca hasta Grecia, incluyendo un crucero en el Danubio y otro en Turquí a, debí a durar un par de meses y culminar en Londres, donde iban a separarse. En la segunda semana, paseando de la mano por callejuelas de Roma, despué s de una comida memorable y dos botellas del mejor Chianti, Alma se detuvo bajo un farol, cogió a Nathaniel de la camisa, lo atrajo de un tiró n y lo besó en la boca. «Quiero que duermas conmigo», le ordenó. Esa noche, en el decadente palacio convertido en hotel donde estaban alojados, hicieron el amor embriagados con el vino y el verano romano, descubriendo lo que ya sabí an de cada uno, con la sensació n de cometer un acto prohibido. Alma debí a sus conocimientos sobre el amor carnal y sobre su propio cuerpo a Ichimei, quien compensaba su falta de experiencia con insuperable intuició n, la misma que le serví a para revivir una planta melancó lica. En el motel de las cucarachas, Alma habí a sido un instrumento musical en las manos amorosas de Ichimei. Nada de eso vivió con Nathaniel. Hicieron el amor con prisa, turbados, torpes, como dos escolares en falta, sin darse tiempo de escudriñ arse mutuamente, olerse, reí rse o suspirar juntos; despué s los invadió una inexplicable congoja que intentaron disimular fumando en silencio, cubiertos con la sá bana en la luz amarillenta de la luna que los espiaba por la ventana.

Al dí a siguiente se agotaron paseando por ruinas, trepando escaleras de piedras milenarias, atisbando catedrales, perdié ndose entre estatuas de má rmol y fuentes exageradas. Al anochecer volvieron a beber demasiado y llegaron tambaleá ndose al palacio decadente y de nuevo hicieron el amor con poco deseo, pero con la mejor voluntad. Y así, dí a a dí a, noche a noche, recorrieron las ciudades y navegaron las aguas de la gira programada y fueron estableciendo la rutina de esposos que tan cuidadosamente habí an eludido, hasta que les resultó natural compartir el bañ o y despertar en la misma almohada.

Alma no se quedó en Londres. Volvió a San Francisco con pilas de folletos y tarjetas postales de museos, libros de arte y fotografí as de rincones pintorescos tomadas por Nathaniel, con á nimo para recomenzar sus pinturas; tení a la cabeza llena de colores, dibujos y diseñ os de lo que habí a visto, alfombras turcas, jarrones griegos, tapices belgas, cuadros de todas las é pocas, iconos recamados de pedrerí a, madonas lá nguidas y santos famé licos; pero tambié n mercados de frutas y verduras, botes de pesca, ropa colgada en balcones de callejuelas angostas, hombres jugando al dominó en tabernas, niñ os en las playas, manadas de perros sin dueñ o, burros tristes y tejados antiguos en pueblos adormilados de rutina y tradició n. Todo habrí a de terminar plasmado en sus sedas con grandes brochazos en colores radiantes. Para entonces tení a un taller de ochocientos metros cuadrados en la zona industrial de San Francisco, que habí a estado sin uso desde hací a meses y al que se propuso devolverle la vida. Se sumergió en el trabajo. Pasaba semanas sin pensar en Ichimei ni en el niñ o que habí a perdido. La intimidad con su marido se redujo a casi nada cuando regresaron de Europa; cada uno tení a sus afanes, se terminaron las noches de insomnio leyendo en el sofá, pero siguieron unidos por la ternura amistosa de la que siempre habí an gozado. Muy rara vez Alma dormitaba con la cabeza en el lugar preciso entre el hombro y el mentó n de su marido, donde antes se sentí a segura. No volvieron a dormir entre las mismas sá banas ni usar el mismo bañ o; Nathaniel ocupaba la cama de su escritorio y Alma quedó sola en la pieza azul. Si alguna vez hací an el amor era por casualidad y siempre con demasiado alcohol en las venas.

—Quiero librarte de tu promesa de serme fiel, Alma. No es justo contigo —le dijo Nathaniel una noche en que estaban admirando una lluvia de estrellas fugaces en la pé rgola del jardí n y fumando marihuana—. Eres joven y está s llena de vida, mereces má s romance del que yo soy capaz de darte.

—¿ Y tú? ¿ Hay alguien por allí que te ofrece romance y quieres ser libre? Nunca te lo he impedido, Nat.

—No se trata de mí, Alma.

—Me liberas de mi promesa en un momento poco oportuno, Nat. Estoy encinta y esta vez el ú nico que puede ser el padre eres tú. Pensaba decí rtelo cuando estuviera segura.

Isaac y Lillian Belasco recibieron la noticia de ese embarazo con el mismo entusiasmo de la primera vez, renovaron la pieza que habí an preparado para el otro niñ o y se aprontaron para mimarlo. «Si es varó n y yo estoy muerto cuando nazca, supongo que le pondrá n mi nombre, pero si estoy vivo no pueden, porque le traerí a mala suerte. En ese caso quiero que se llame Lawrence Franklin Belasco, como mi padre y el gran presidente Roosevelt, que en paz descansen», pidió el patriarca. Se estaba debilitando lenta e inexorablemente, pero seguí a en pie porque no podí a dejar a Lillian; su mujer se habí a convertido en su sombra. Lillian estaba casi sorda, pero no le hací a falta oí r. Habí a aprendido a descifrar los silencios ajenos con precisió n, era imposible ocultarle algo o engañ arla, y habí a desarrollado una espeluznante habilidad para adivinar lo que pensaban decirle y responder antes de que lo enunciaran. Tení a dos ideas fijas: mejorar la salud de su marido y lograr que Nathaniel y Alma se enamoraran como era debido. En ambos casos recurrí a a terapias alternativas, que incluí an desde colchones magnetizados hasta elixires curativos o afrodisí acos. California, a la vanguardia de la brujerí a naturalista, contaba con una notable variedad de vendedores de esperanza y consuelo. Isaac se habí a resignado a colgarse cristales al cuello y beber jugo de alfalfa y jarabe de escorpió n, igual que Alma y Nathaniel soportaban las friegas con aceite pasional de ylang-ylang, las sopas chinas de aleta de tiburó n y otras estrategias de alquimista con que Lillian procuraba avivar su tibio amor.

Lawrence Franklin Belasco nació en primavera sin ninguno de los problemas que los mé dicos anticipaban, dada la eclampsia que habí a sufrido la madre previamente. Desde el primer dí a en el mundo su nombre le quedó grande y todos lo llamaron Larry. Creció sano, gordo y autosuficiente, sin requerir ningú n cuidado especial, tan tranquilo y discreto, que a veces se quedaba dormido debajo de un mueble y nadie lo echaba de menos durante horas. Sus padres se lo confiaron a los abuelos y a las sucesivas nanas que habrí an de criarlo, sin prestarle mucha atenció n, ya que en Sea Cliff habí a media docena de adultos pendientes de é l. No dormí a en su cama, se turnaba entre la de Isaac y la de Lillian, a quienes llamaba papi y mami; a sus progenitores los llamaba formalmente madre y padre. Nathaniel pasaba poco en la casa, se habí a convertido en el abogado má s notable de la ciudad, ganaba dinero a paladas y en sus horas libres hací a deporte y exploraba el arte de la fotografí a; estaba esperando que su hijo creciera un poco para iniciarlo en los placeres de la navegació n a vela, sin imaginar que ese dí a no llegarí a. Como sus suegros se habí an apoderado del nieto, Alma empezó a viajar en busca de temas para su trabajo sin sentimiento de culpa por dejarlo. En los primeros añ os planeaba viajes má s bien cortos para no separarse de Larry por mucho tiempo, pero comprobó que daba lo mismo, porque en cada regreso, ya fuera al cabo de una ausencia prolongada o una breve, su hijo la recibí a con el mismo corté s apretó n de mano en vez del abrazo eufó rico tan esperado. Concluyó, picada, que Larry querí a má s al gato que a ella y entonces pudo ir al Lejano Oriente, Sudamé rica y otros lugares remotos.

 



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