Ñòóäîïåäèÿ

Ãëàâíàÿ ñòðàíèöà Ñëó÷àéíàÿ ñòðàíèöà

ÊÀÒÅÃÎÐÈÈ:

ÀâòîìîáèëèÀñòðîíîìèÿÁèîëîãèÿÃåîãðàôèÿÄîì è ñàäÄðóãèå ÿçûêèÄðóãîåÈíôîðìàòèêàÈñòîðèÿÊóëüòóðàËèòåðàòóðàËîãèêàÌàòåìàòèêàÌåäèöèíàÌåòàëëóðãèÿÌåõàíèêàÎáðàçîâàíèåÎõðàíà òðóäàÏåäàãîãèêàÏîëèòèêàÏðàâîÏñèõîëîãèÿÐåëèãèÿÐèòîðèêàÑîöèîëîãèÿÑïîðòÑòðîèòåëüñòâîÒåõíîëîãèÿÒóðèçìÔèçèêàÔèëîñîôèÿÔèíàíñûÕèìèÿ×åð÷åíèåÝêîëîãèÿÝêîíîìèêàÝëåêòðîíèêà






Nathaniel






A Nathaniel Belasco el mal solapado que habrí a de acabar con é l lo fue acechando, con añ os de anticipació n sin que nadie, ni é l mismo, lo supiera. Los primeros sí ntomas se confundieron con la gripe, que ese invierno atacó en masa a la població n de San Francisco, y desaparecieron en un par de semanas. No volvieron a repetirse hasta añ os má s tarde y entonces dejaron una secuela de tremenda fatiga; algunos dí as andaba arrastrando los pies y encogido de hombros, como si llevara un saco de arena a la espalda. Siguió trabajando el mismo nú mero de horas diarias, pero el tiempo le rendí a poco, se acumulaban documentos en su escritorio, que parecí an expandirse y reproducirse solos por las noches, se confundí a, perdí a el rastro de los casos que estudiaba a conciencia y que antes podí a resolver con los ojos cerrados, de repente no recordaba lo que acababa de leer. Habí a padecido insomnio toda su vida, y se le agravó con episodios de fiebre y sudor. «Los dos estamos sufriendo los sofocos de la menopausia», le comentaba a Alma, rié ndose, pero a ella no le hací a gracia. Dejó los deportes y el velero quedó anclado en la marina para que las gaviotas hicieran sus nidos en é l. Le costaba tragar, empezó a perder peso, no tení a apetito. Alma le preparaba batidos con un polvo de proteí nas, que é l bebí a con dificultad y despué s los vomitaba calladamente para que ella no se alarmara. Cuando le salieron llagas en la piel, el mé dico de la familia, una reliquia tan antigua como algunos de los muebles comprados por Isaac Belasco en 1914, que habí a tratado los sí ntomas sucesivamente como anemia, infecció n intestinal, migrañ a y depresió n, lo envió a un especialista en cá ncer.

Aterrada, Alma comprendió cuá nto amaba y có mo necesitaba a Nathaniel y se dispuso a dar la pelea contra la enfermedad, contra el destino, contra los dioses y los diablos. Abandonó casi todo por concentrarse en su cuidado. Dejó de pintar, despidió a los empleados del taller y só lo iba allí una vez al mes a vigilar al servicio de limpieza. El enorme estudio, iluminado por la luz difusa del vidrio opaco en las ventanas, se sumió en un sosiego de catedral. El movimiento terminó de un dí a para otro y el taller quedó detenido en el tiempo, como un truco cinematográ fico, listo para recomenzar al instante siguiente, las largas mesas protegidas por lienzos, los rollos de tela en pie, como esbeltos guardianes, y otras ya pintadas colgando de bastidores, las muestras de dibujos y colores en las paredes, los tarros y frascos, los rodillos, pinceles y brochas, el murmullo fantasmagó rico de la ventilació n difundiendo eternamente la fragancia penetrante de la pintura y el disolvente. Cesaron sus viajes, que por añ os le habí an aportado inspiració n y libertad. Lejos de su medio, Alma se desprendí a de la piel y renací a fresca, curiosa, dispuesta a la aventura, abierta a lo que le ofreciera el dí a, sin planes ni temores. Tan real era esa nueva Alma trashumante, que a veces se sorprendí a al verse en los espejos de los hoteles de paso, porque no esperaba encontrar el mismo rostro que tení a en San Francisco. Tambié n dejó de ver a Ichimei.

Se habí an reencontrado por casualidad siete añ os despué s del funeral de Isaac Belasco y catorce antes de que se manifestara plenamente la enfermedad de Nathaniel, en la exposició n anual de la Sociedad de Orquí deas, entre miles de visitantes. Ichimei la vio antes y se acercó a saludarla. Estaba solo. Hablaron de las orquí deas —habí a dos ejemplares de su vivero en la exposició n—, y despué s se fueron a comer a un restaurante cercano. Empezaron charlando de esto y aquello: Alma de sus viajes recientes, sus nuevos diseñ os y su hijo Larry; Ichimei de sus plantas y sus hijos, Miki de dos añ os y Peter, un bebé de ocho meses. No mencionaron a Nathaniel ni a Delphine. La comida se prolongó tres horas sin una pausa, tení an todo que decirse y lo hicieron con incertidumbre y cautela, sin caer en el pasado, como deslizá ndose sobre hielo quebradizo, estudiá ndose, notando los cambios, tratando de adivinar las intenciones, conscientes de la ardiente atracció n que permanecí a intacta. Ambos habí an cumplido treinta y siete añ os; ella representaba má s, se habí an acentuado sus facciones, estaba má s delgada, angulosa y segura de sí misma, pero Ichimei no habí a cambiado, tení a el mismo aspecto de adolescente sereno de antes, la misma voz baja y modales delicados, la misma capacidad de invadir hasta la ú ltima de sus cé lulas con su intensa presencia. Alma podí a ver al niñ o de ocho añ os en el invernadero de Sea Cliff, al de diez que le entregó un gato antes de desaparecer, al amante incansable del motel de las cucarachas, al hombre de luto en el funeral de su suegro, todos iguales, como imá genes sobrepuestas en papel transparente. Ichimei era inmutable, eterno. El amor y el deseo por é l le quemaban la piel, querí a estirar las manos a travé s de la mesa y tocarlo, acercarse, hundir la nariz en su cuello y comprobar que todaví a olí a a tierra y hierbas, decirle que sin é l viví a soná mbula, que nada ni nadie podí a llenar el vací o terrible de su ausencia, que darí a todo por volver a estar desnuda en sus brazos, nada importaba sino é l. Ichimei la acompañ ó a su coche. Se fueron caminando lentamente, dando rodeos para demorar el momento de la separació n. Tomaron el ascensor al tercer piso del estacionamiento, ella sacó su llave y le ofreció llevarlo hasta su vehí culo, que estaba a só lo una cuadra de distancia, y é l aceptó. En la í ntima penumbra del coche se besaron, reconocié ndose.

En los añ os venideros habrí an de mantener su amor en un compartimento separado del resto de sus vidas y lo vivirí an a fondo sin permitir que rozara a Nathaniel y Delphine. Al estar juntos, nada má s existí a, y al despedirse en el hotel donde acababan de saciarse, quedaba entendido que no volverí an a tener contacto hasta la cita siguiente, excepto por carta. Alma atesoraba esas cartas, aunque en ellas Ichimei mantení a el tono reservado propio de su raza, que contrastaba con sus delicadas pruebas de amor y sus arranques de pasió n cuando estaban juntos. El sentimentalismo lo abochornaba profundamente, su manera de manifestarse era preparando un picnic para ella en preciosas cajas de madera, enviá ndole gardenias, porque a ella le gustaba esa fragancia, que jamá s usarí a en una colonia, prepará ndole té ceremoniosamente, dedicá ndole poemas y dibujos. A veces, en privado, la llamaba «mi pequeñ a», pero no lo poní a por escrito. Alma no necesitaba darle explicaciones a su marido, porque llevaban vidas independientes, y nunca le preguntó a Ichimei có mo se las arreglaba para mantener ignorante a Delphine, ya que conviví an y trabajaban estrechamente. Sabí a que é l amaba a su mujer, que era buen padre y hombre de familia, que tení a una situació n especial en la comunidad japonesa, donde lo consideraban un maestro y lo llamaban para aconsejar a los descarriados, reconciliar a los enemigos y servir de á rbitro justo en las disputas. El hombre del amor calcinante, de los inventos eró ticos, de la risa, las bromas y los juegos entre las sá banas, de la urgencia y la voracidad y la alegrí a, de las confidencias susurradas en la pausa entre dos abrazos, de los besos interminables y la intimidad má s delirante, ese hombre só lo existí a para ella.

Las cartas comenzaron a llegar despué s de su encuentro entre las orquí deas y se intensificaron cuando Nathaniel enfermó. Durante un tiempo interminable para ellos, esa correspondencia reemplazó a los encuentros clandestinos. Las de Alma eran las cartas descarnadas y angustiosas de una mujer afligida por la separació n; las de Ichimei eran como agua reposada y cristalina, pero entre lí neas palpitaba la pasió n compartida. Para Alma, esas cartas revelaban la exquisita tapicerí a interior de Ichimei, sus emociones, sueñ os, añ oranzas e ideales; pudo conocerlo y amarlo y desearlo má s por esas misivas que por las escaramuzas amorosas. Llegaron a serle tan indispensables, que cuando quedó viuda y libre, cuando podí an hablar por telé fono, verse con frecuencia y hasta viajar juntos, siguieron escribié ndose. Ichimei cumplió rigurosamente con el acuerdo de destruir las cartas, pero Alma guardó las de é l para releerlas a menudo.

 

18 de julio de 1984

Sé có mo está s sufriendo y me apena no poder ayudarte. Mientras te escribo, sé que está s angustiada negociando con la enfermedad de tu marido. No puedes controlar esto, Alma, só lo puedes acompañ arlo con mucho valor.

Nuestra separació n es muy dolorosa. Estamos acostumbrados a nuestros jueves sagrados, las cenas privadas, los paseos en el parque, las breves aventuras de un fin de semana. ¿ Por qué el mundo me parece desteñ ido? Los sonidos me llegan de lejos, como en sordina, la comida sabe a jabó n. ¡ Tantos meses sin vernos! Compré tu colonia para sentir tu olor. Me consuelo escribiendo poesí a, que un dí a te daré porque es para ti.

¡ Y tú me acusas de no ser romá ntico!

De poco me han servido los añ os de prá ctica espiritual si no he logrado despojarme del deseo. Espero tus cartas y tu voz en el telé fono, te imagino llegar corriendo… A veces el amor duele.

Ichi

 

Nathaniel y Alma ocupaban las dos habitaciones que habí an sido de Lillian e Isaac, comunicadas por una puerta, que de tanto permanecer abierta, ya no podí a cerrarse. Volvieron a compartir el insomnio como en los primeros tiempos de casados, muy juntos en un sofá o en la cama, ella leyendo, con el libro en una mano y acariciando a Nathaniel con la otra, mientras é l descansaba con los ojos cerrados, respirando con un borboteo en el pecho. En una de esas noches largas se sorprendieron mutuamente llorando en silencio, para no molestar al otro. Primero Alma sintió las mejillas hú medas de su marido e inmediatamente é l notó las lá grimas de ella, tan raras, que se incorporó para verificar si eran reales. No recordaba haberla visto llorar ni en los momentos má s amargos.

—Te está s muriendo, ¿ verdad? —murmuró ella.

—Sí, Alma, pero no llores por mí.

—No lloro só lo por ti, sino por mí. Y por nosotros, por todo lo que no te he dicho, por las omisiones y mentiras, por las traiciones y el tiempo que te robé.

—¡ Qué dices, por Dios! No me has traicionado por amar a Ichimei, Alma. Hay omisiones y mentiras necesarias, como hay verdades que má s vale callar.

—¿ Sabes lo de Ichimei? ¿ Desde cuá ndo? —se sorprendió ella.

—Desde siempre. El corazó n es grande, se puede amar a má s de una persona.

—Há blame de ti, Nat. Nunca he indagado en tus secretos, que imagino son muchos, para no tener que revelarte los mí os.

—¡ Nos hemos querido tanto, Alma! Uno siempre debiera casarse con la mejor amiga. Te conozco como nadie. Lo que no me has dicho lo puedo adivinar; pero tú no me conoces a mí. Tienes derecho a saber quié n soy verdaderamente.

Y entonces le habló de Lenny Beal. El resto de esa larga noche en blanco se contaron todo con la urgencia de saber que les quedaba poco tiempo juntos.

Desde que podí a recordar, Nathaniel habí a sentido una mezcla de fascinació n, temor y deseo por los de su mismo sexo, primero por sus compañ eros de escuela, despué s por otros hombres y finalmente por Lenny, que habí a sido su pareja durante ocho añ os. Habí a luchado contra esos sentimientos, desgarrado entre los impulsos del corazó n y la voz implacable de la razó n. En la escuela, cuando todaví a é l mismo no podí a identificar lo que sentí a, los otros niñ os sabí an visceralmente que é l era diferente y lo castigaban con golpes, burlas y ostracismo. Esos añ os, cautivo entre matones, fueron los peores de su vida. Cuando terminó la escuela, desgajado entre los escrú pulos y la fogosidad incontrolable de la juventud, se dio cuenta de que no era excepcional, como creí a; en todos lados se topaba con hombres que lo miraban directamente a los ojos con una invitació n o una sú plica. Lo inició otro alumno de Harvard. Descubrió que la homosexualidad era un mundo paralelo, coexistente con la realidad aceptada. Conoció a individuos de muchas clases. En la universidad: profesores, intelectuales, estudiantes, un rabino y un jugador de fú tbol; en la calle: marineros, obreros, buró cratas, polí ticos, comerciantes y delincuentes. Era un mundo incluyente, promiscuo y todaví a discreto, porque se enfrentaba al juicio terminante de la sociedad, la moral y la ley. A los gais no los admití an en hoteles, clubes ni iglesias, no les serví an licor en bares y podí an echarlos de lugares pú blicos, acusados con o sin razó n de conducta desordenada; los bares y clubes gais pertenecí an a la mafia. De regreso a San Francisco, con el diploma de abogado bajo el brazo, se encontró con los primeros signos de una naciente cultura gay, que no llegarí a a manifestarse abiertamente hasta varios añ os má s tarde. Cuando comenzaron los movimientos sociales de la dé cada de los sesenta, entre ellos la Liberació n Gay, Nathaniel estaba casado con Alma y su hijo Larry tení a diez añ os. «No me casé contigo para disimular mi homosexualidad, sino por amistad y por amor», le dijo a Alma esa noche. Fueron añ os de esquizofrenia: una vida pú blica irreprochable y de é xito, otra vida ilí cita y escondida. Conoció a Lenny Beal en 1976 en un bañ o turco para hombres, el lugar má s propicio para excesos y menos propicio para iniciar un amor como el de ellos.

Nathaniel iba a cumplir cincuenta añ os y Lenny era seis menor que é l, hermoso como las deidades masculinas de las estatuas romanas, irreverente, exaltado y pecaminoso, lo opuesto en cará cter a Nathaniel. La atracció n fí sica fue instantá nea. Se encerraron en uno de los cubí culos y estuvieron hasta el amanecer perdidos en el placer, atacá ndose como luchadores y chapaleando juntos en el enredo y el delirio de los cuerpos. Se dieron cita para el dí a siguiente en un hotel, donde llegaron separados. Lenny llevó marihuana y cocaí na, pero Nathaniel le pidió que no las usaran; deseaba vivir esa experiencia con plena consciencia. Una semana má s tarde ya sabí an que el fogonazo del deseo habí a sido só lo el comienzo de un amor colosal y sucumbieron sin resistencia al imperativo de vivirlo con plenitud. Alquilaron un estudio en el centro de la ciudad, donde pusieron un mí nimo de muebles y el mejor equipo de mú sica, con el compromiso de que só lo ellos pondrí an los pies allí. Nathaniel terminó la bú squeda iniciada treinta y cinco añ os atrá s, pero en apariencia nada cambió en su existencia: siguió siendo el mismo modelo de burgué s; nadie pudo sospechar qué le pasaba ni notar que sus horas de oficina y su entrega al deporte habí an sufrido una reducció n drá stica. Por su parte, Lenny se transformó bajo la influencia de su amante. Asentó por primera vez su turbulenta existencia y se atrevió a sustituir el ruido y la actividad demencial por la contemplació n de la felicidad recié n descubierta. Si no estaba con Nathaniel, estaba pensando en é l. No volvió a ir a bañ os o clubes gais; sus amigos rara vez lograban tentarlo con alguna fiesta, no le interesaba conocer a nadie má s, porque Nathaniel le bastaba, era el sol, el centro de sus dí as. Se instaló en el sosiego de ese amor con devoció n de puritano. Adoptó la mú sica, la comida y los tragos preferidos de Nathaniel, sus sué teres de cachemira, su abrigo de pelo de camello, su loció n de afeitar. Nathaniel hizo instalar una lí nea telefó nica personal en su oficina, cuyo nú mero só lo usaba Lenny, así se comunicaban; salí an en el velero, hací an excursiones, se encontraban en ciudades distantes, donde nadie los conocí a.

Al principio, la incomprensible enfermedad de Nathaniel no entorpeció el ví nculo con Lenny; los sí ntomas eran diversos y esporá dicos, iban y vení an sin causa ni relació n aparente. Despué s, cuando Nathaniel se fue desdibujando y reduciendo a un espectro del que fue, cuando tuvo que aceptar sus limitaciones y pedir ayuda, se terminaron las diversiones. Perdió el á nimo de la vida, sintió que todo a su alrededor se volví a pá lido y tenue, se abandonó a la nostalgia del pasado, como un anciano, arrepentido de algunas cosas que hizo y muchas que no alcanzó a hacer. Sabí a que la vida se le acortaba rá pidamente y tení a miedo. Lenny no lo dejaba caer en la depresió n, lo sostení a con buen humor fingido y la firmeza de su amor, que en esos tiempos de prueba no hizo má s que crecer y crecer. Se juntaban en el pequeñ o apartamento para consolarse mutuamente. A Nathaniel le faltaban fuerzas y deseo para hacer el amor, pero Lenny no se lo pedí a, se contentaba con los momentos de intimidad en que podí a calmarlo si tiritaba de fiebre, darle yogur con una cucharilla de bebé, acostarse a su lado a oí r mú sica, frotarle las escaras con bá lsamos, sostenerlo en el excusado. Por ú ltimo, Nathaniel ya no pudo salir de su casa y Alma asumió el papel de enfermera con la misma perseverante ternura de Lenny, pero ella era só lo la amiga y esposa, mientras que Lenny era su gran amor. Así lo entendió Alma esa noche de las confidencias.

Al amanecer, cuando por fin Nathaniel pudo dormir, ella buscó el nú mero de Lenny Beal en la guí a y lo llamó por telé fono para rogarle que fuera a ayudarla. Juntos podrí an sobrellevar mejor la angustia de esa agoní a, le dijo. Lenny llegó en menos de cuarenta minutos. Alma, todaví a en pijama y bata, le abrió la puerta. É l se encontró frente a una mujer devastada por el insomnio, la fatiga y el sufrimiento; ella vio a un hombre guapo, con el pelo hú medo por la ducha reciente y los ojos má s azules del mundo, enrojecidos.

—Soy Lenny Beal, señ ora —balbuceó, conmovido.

—Llá meme Alma, por favor. É sta es su casa, Lenny —replicó ella.

É l quiso tenderle la mano, pero no alcanzó a completar el gesto y se abrazaron, tré mulos.

Lenny comenzó a visitar la casa de Sea Cliff a diario, despué s de su trabajo en la clí nica dental. Le dijeron a Larry y Doris, a los empleados, a los amigos y conocidos que llegaban de visita, que Lenny era un enfermero. Nadie hizo preguntas. Alma llamó a un carpintero, que arregló la puerta trabada del dormitorio, y los dejaba solos. Sentí a un alivio inmenso cuando a su marido se le iluminaba la mirada al ver aparecer a Lenny. A la hora del crepú sculo los tres tomaban té con panecillos ingleses y a veces, si Nathaniel estaba animado, jugaban a las cartas. Para entonces habí a un diagnó stico, el má s temible de todos: sida. Hací a só lo un par de añ os que el mal tení a nombre, pero ya se sabí a que era una condena a muerte; unos caí an antes, otros despué s; todo era cuestió n de tiempo. Alma no quiso averiguar por qué le tocó a Nathaniel y no a Lenny, pero si lo hubiera hecho, nadie habrí a podido darle una respuesta categó rica. Los casos se multiplicaban a tal velocidad, que ya se hablaba de epidemia mundial y de castigo de Dios por la infamia de la homosexualidad. «Sida» se pronunciaba en susurros, no se podí a admitir su presencia en una familia o en una comunidad, porque equivalí a a proclamar imperdonables perversiones. La explicació n oficial, incluso para la familia, fue que Nathaniel tení a cá ncer. Como la ciencia tradicional nada podí a ofrecer, Lenny se fue a Mé xico a buscar drogas misteriosas, que de nada sirvieron, mientras Alma recurrí a a cuanta promesa de la medicina alternativa consiguió, desde acupuntura, hierbas y ungü entos de Chinatown, hasta bañ os de lodo má gico en las termas de Calistoga. Entonces pudo entender los recursos desquiciados de Lillian para curar a Isaac y lamentó haber tirado a la basura la estatuilla del baró n Samedi.

Nueve meses má s tarde, el cuerpo de Nathaniel estaba reducido a un esqueleto, el aire apenas penetraba en el laberinto atascado de sus pulmones, sufrí a una sed insaciable y llagas en la piel, no tení a voz y su mente divagaba en terribles delirios. Entonces, un domingo somnoliento en que estaban solos en la casa, Alma y Lenny, tomados de la mano en la penumbra de la habitació n cerrada, le rogaron a Nathaniel que dejara de luchar y se fuera tranquilo. No podí an seguir presenciando ese martirio. En un instante milagroso de lucidez, Nathaniel abrió los ojos, nublados por el dolor, y movió los labios formando una sola palabra muda: gracias. Lo interpretaron como lo que en verdad era, una orden. Lenny lo besó en los labios antes de inyectar una sobredosis de morfina en la goma del suero intravenoso. Alma, de rodillas al otro lado de la cama, le fue recordando a su marido quedamente cuá nto lo amaban ella y Lenny y cuá nto les habí a dado a ambos y a mucha otra gente, que serí a recordado siempre, que nada podrí a separarlos…

Compartiendo té de mango y recuerdos en Lark House, Alma y Lenny se preguntaron por qué dejaron pasar tres dé cadas sin hacer ningú n intento de volver a conectarse. Despué s de cerrarle los ojos a Nathaniel, de ayudar a Alma a arreglar el cuerpo, para presentá rselo lo mejor posible a Larry y Doris, y de eliminar las huellas delatoras de lo sucedido, Lenny se despidió de Alma y se fue. Habí an pasado meses juntos en la intimidad absoluta del sufrimiento y la incertidumbre de la esperanza, nunca se habí an visto a la luz del dí a, só lo dentro de esa alcoba que olí a a mentol y a muerte mucho antes de que é sta acudiera a reclamar a Nathaniel. Habí an compartido noches en blanco, bebiendo whisky aguado o fumando marihuana para aliviar la angustia, en las que se contaron sus vidas, desenterraron anhelos y secretos, y llegaron a conocerse a fondo. En esa parsimoniosa agoní a no cabí an pretensiones de ninguna clase, se revelaron como eran a solas consigo mismos, al desnudo. A pesar de eso, o tal vez por eso, llegaron a quererse con un cariñ o diá fano y desesperado que requerí a una separació n, porque no habrí a resistido el desgaste irremediable de lo cotidiano.

—Tuvimos una amistad rara —dijo Alma.

—Nathaniel estaba tan agradecido de que los dos estuvié ramos con é l, que una vez me pidió que me casara contigo cuando enviudaras. No querí a dejarte desamparada.

—¡ Qué idea genial! ¿ Por qué no me lo propusiste, Lenny? Habrí amos hecho buena pareja. Nos habrí amos acompañ ado y guardado las espaldas, como Nathaniel y yo.

—Soy gay, Alma.

—Nathaniel tambié n. Habrí amos tenido un matrimonio blanco, sin cama; tú con tu vida amorosa y yo con Ichimei. Muy conveniente, ya que no podí amos exponer nuestros amores en pú blico.

—Todaví a es tiempo. ¿ Quieres casarte conmigo, Alma Belasco?

—Pero ¿ no me dijiste que te ibas a morir pronto? No quiero ser viuda por segunda vez.

Se echaron a reí r con ganas y la risa los animó a ir al comedor a ver si el menú incluí a algo tentador. Lenny ofreció el brazo a Alma y salieron por el pasillo de vidrio hacia la casa principal, la antigua mansió n del magnate del chocolate, sintié ndose envejecidos y contentos, preguntá ndose por qué se habla tanto de tristezas y malestares y no de la felicidad. «¿ Qué hacer con esta felicidad que nos llega sin motivo especial, esta felicidad que no requiere nada para existir?», preguntó Alma. Avanzaban con pasos cortos y vacilantes, apoyá ndose el uno en el otro, friolentos, porque estaba terminando el otoñ o, aturdidos por el torrente de recuerdos tenaces, recuerdos de amor, invadidos por esa felicidad compartida. Alma señ aló a Lenny la visió n fugaz de unos velos rosados en el parque, pero estaba oscureciendo y tal vez no era Emily anunciando una desgracia, sino un espejismo, como tantos en Lark House.

 



Ïîäåëèòüñÿ ñ äðóçüÿìè:

mylektsii.su - Ìîè Ëåêöèè - 2015-2024 ãîä. (0.014 ñåê.)Âñå ìàòåðèàëû ïðåäñòàâëåííûå íà ñàéòå èñêëþ÷èòåëüíî ñ öåëüþ îçíàêîìëåíèÿ ÷èòàòåëÿìè è íå ïðåñëåäóþò êîììåð÷åñêèõ öåëåé èëè íàðóøåíèå àâòîðñêèõ ïðàâ Ïîæàëîâàòüñÿ íà ìàòåðèàë