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Otoño






Lenny Beal fue a buscar a Alma a su apartamento en Lark House el segundo dí a consecutivo en que ella faltó a la cita en su banco del parque. Le abrió Irina, que habí a ido a ayudarla a vestirse antes de empezar su horario en Lark House.

—Estuve esperá ndote, Alma. Te has retrasado —dijo Lenny.

—La vida es muy corta para ser puntual —replicó ella con un suspiro. Hací a varios dí as que Irina llegaba temprano a darle desayuno, vigilarla en la ducha y ponerle la ropa, pero ninguna de las dos lo mencionaba, porque habrí a sido admitir que Alma empezaba a no poder seguir viviendo sin asistencia y debí a pasar al segundo nivel o regresar a Sea Cliff con su familia. Preferí an pensar en esa sú bita debilidad como un inconveniente temporal. Seth le habí a pedido a Irina que renunciara a su trabajo en Lark House y dejara su pieza, que apodaba la ratonera, para trasladarse definitivamente a vivir con é l, pero ella mantení a un pie en Berkeley para evitar la trampa de la dependencia, que la asustaba tanto como le asustaba a Alma pasar al segundo nivel de Lark House. Cuando trató de explicá rselo a Seth, é l se ofendió con la comparació n.

La ausencia de Neko habí a afectado a Alma como un infarto: le dolí a el pecho. El gato se le aparecí a a cada rato bajo la forma de un cojí n en el sofá, de una esquina arrugada de la alfombra, de su abrigo mal colgado, de la sombra del á rbol en la ventana. Neko fue su confidente durante dieciocho añ os. Para no hablar sola, le hablaba a é l, con la tranquilidad de que no le iba a contestar y entendí a todo con su felina sabidurí a. Eran de temperamento similar: engreí dos, perezosos, solitarios. Amaba no só lo su fealdad de animal ordinario, sino tambié n los estragos del tiempo que habí a sufrido: sus peladuras en la piel, su cola torcida, sus ojos legañ osos, su panza de buen vividor. Lo echaba de menos en la cama; sin el peso de Neko en su costado o a los pies le era difí cil dormir. Fuera de Kirsten, ese animal era el ú nico ser que la acariciaba. Irina hubiera querido hacerlo, darle un masaje, lavarle el cabello, pulirle las uñ as, en fin, encontrar una manera de acercarse a Alma fí sicamente y hacerle sentir que no estaba sola, pero la mujer no propiciaba la intimidad con nadie. A Irina ese tipo de contacto con otras ancianas de Lark House le resultaba natural y poco a poco comenzaba a desearlo con Seth. Trató de paliar la ausencia de Neko con una bolsa de agua caliente en la cama de Alma, pero como ese recurso absurdo agravaba el duelo, le ofreció ir a la Sociedad Protectora de Animales para conseguir otro gato. Alma le hizo ver que no podí a adoptar un animal que iba a vivir má s que ella. Neko habí a sido su ú ltimo gato.

Aquel dí a Sofí a, la perra de Lenny, esperaba en el umbral, como hací a cuando Neko estaba vivo y defendí a su territorio, azotando el suelo con la cola ante la perspectiva de salir de paseo, pero Alma estaba agotada por el esfuerzo de vestirse y no pudo levantarse del sofá. «La dejo en buenas manos, Alma», se habí a despedido Irina. Lenny notó, preocupado, los cambios en el aspecto de ella y en el apartamento, que no habí a sido ventilado y olí a a encierro y gardenias agó nicas.

—¿ Qué te pasa, amiga mí a?

—Nada grave. Tal vez tengo algo en el oí do y por eso pierdo el equilibrio. A veces siento como trompazos de elefante en el pecho.

—¿ Qué dice tu mé dico?

—No quiero mé dicos, aná lisis ni hospitales. Una vez que uno cae en eso, no sale má s. ¡ Y nada de Belascos! Les gusta el drama y armarí an un lí o.

—Ni se te ocurra morirte antes que yo. Acué rdate de en lo que quedamos, Alma. Me vine aquí para morir en tus brazos y no al revé s —bromeó Lenny.

—No se me ha olvidado. Pero si te fallo, puedes recurrir a Cathy.

Esa amistad, descubierta tarde y saboreada como un vino de reserva, le poní a color a una realidad que inexorablemente iba perdiendo brillo para ambos. Alma era de temperamento tan solitario, que nunca percibió su soledad. Habí a vivido insertada en la familia Belasco, protegida por sus tí os, en la amplia casa de Sea Cliff, que otros manejaban —su suegra, el mayordomo, su nuera—, con la actitud de una visita. En todos lados se sentí a desconectada y diferente, pero lejos de ser un problema, eso era motivo de cierto orgullo, porque contribuí a a su idea de sí misma como una artista retraí da y misteriosa, vagamente superior al resto de los mortales. No le hací a falta confundirse con la humanidad en general, que juzgaba má s bien estú pida, cruel si tení a la oportunidad y sentimental en el mejor de los casos, opiniones que se cuidaba de expresar en pú blico, pero que en la vejez se habí an fortalecido. Sacando la cuenta, en sus má s de ochenta añ os habí a querido a muy pocas personas, pero lo habí a hecho intensamente, las habí a idealizado con un romanticismo feroz que desafiaba cualquier embate de la realidad. No padeció esos enamoramientos devastadores de la infancia y la adolescencia, pasó por la universidad aislada, viajó y trabajó sola, no tuvo socios o compañ eros, só lo subordinados; reemplazó todo eso con el amor obsesivo por Ichimei Fukuda y la amistad exclusiva con Nathaniel Belasco, a quien no recordaba como marido, sino como su má s í ntimo amigo. En la ú ltima etapa de su vida contaba con Ichimei, su amante legendario, con su nieto Seth y con Irina, Lenny y Cathy, lo má s parecido a amigos que habí a tenido en muchos añ os; gracias a ellos estaba a salvo del aburrimiento, uno de los flagelos de la vejez. El resto de la comunidad de Lark House era como el paisaje de la bahí a: lo apreciaba de lejos, sin mojarse los pies. Durante medio siglo figuró en el mundillo de la clase alta de San Francisco, aparecí a en la ó pera, en actos de caridad y en eventos sociales obligatorios, resguardada por la insalvable distancia que establecí a desde el primer saludo. Le comentó a Lenny Beal que le molestaban el ruido, la charla trivial y las peculiaridades del pró jimo; que só lo una difusa empatí a por la humanidad doliente la salvaba de ser una psicó pata. Era fá cil sentir compasió n por los infelices que no conocí a. No le gustaba la gente, preferí a a los gatos. A los humanos los tragaba en dosis pequeñ as, má s de tres la indigestaban. Habí a evitado siempre los grupos, clubes y partidos polí ticos, no militó en ninguna causa, aunque la aprobara en principio, como el feminismo, los derechos civiles o la paz. «No salgo a defender ballenas para no mezclarme con los ecologistas», decí a. Nunca se sacrificó por otra persona o por un ideal, la abnegació n no era una de sus virtudes. Excepto a Nathaniel durante su enfermedad, no tuvo que cuidar a nadie, ni siquiera a su hijo. La maternidad no fue ese vendaval de adoració n y ansiedad que supuestamente experimentan las madres, sino un cariñ o apacible y sostenido. Larry era una presencia só lida e incondicional en su existencia, lo querí a con una combinació n de absoluta confianza y larga costumbre, un sentimiento có modo, que exigí a muy poco de su parte. Habí a admirado y querido a Isaac y a Lillian Belasco, a quienes siguió llamando tí o y tí a despué s de que se convirtieron en sus suegros, pero no se le contagió nada de su bondad y vocació n de servicio.

—Por suerte la Fundació n Belasco se dedica a plantar á reas verdes en vez de a socorrer pordioseros o hué rfanos, así pude hacer algú n bien sin acercarme a los beneficiados —le dijo a Lenny.

—Calla, mujer. Si no te conociera, pensarí a que eres un monstruo de narcisismo.

—Si no lo soy, es gracias a Ichimei y a Nathaniel, que me enseñ aron a dar y recibir. Sin ellos, habrí a sucumbido a la indiferencia.

—Muchos artistas son introvertidos, Alma. Deben abstraerse para crear —dijo Lenny.

—No busques excusas. La verdad es que cuanto má s vieja soy, má s me gustan mis defectos. La vejez es el mejor momento para ser y hacer lo que a uno le place. Pronto no me va a soportar nadie. Dime, Lenny, ¿ te arrepientes de algo?

—Por supuesto. De las locuras que no hice, de haber dejado el cigarrillo y las margaritas, de ser vegetariano y haberme matado haciendo ejercicio. Me voy a morir igual, pero en buena forma —se rió Lenny.

—No quiero que te mueras…

—Yo tampoco, pero no es optativo.

—Cuando te conocí tomabas como un cosaco.

—Llevo treinta añ os sobrio. Creo que yo bebí a tanto para no pensar. Era hiperactivo, apenas podí a estar sentado para cortarme las uñ as de los pies. De joven fui un animal gregario, siempre rodeado de ruido y de gente, pero aun así me sentí a solo. El miedo a la soledad definió mi cará cter, Alma. Necesitaba ser aceptado y querido.

—Hablas en pasado. ¿ Ya no es así?

—He cambiado. Pasé la juventud a la caza de aprobació n y aventuras, hasta que me enamoré en serio. Despué s se me rompió el corazó n y pasé una dé cada tratando de recomponer los pedazos.

—¿ Lo conseguiste?

—Digamos que sí, gracias a un smö sgasbö rd de psicologí a: terapia individual, de grupo, gestalt, biodiná mica, en fin, lo que hubiera a mano, incluso terapia del grito.

—¿ Qué diablos es eso?

—Me encerraba con la psicó loga a gritar como un endemoniado y dar puñ etazos a un almohadó n durante cincuenta y cinco minutos.

—No te creo.

—Sí. Y pagaba por eso, imagí nate. Hice terapia durante añ os. Fue un camino pedregoso, Alma, pero aprendí a conocerme y a mirar mi soledad a la cara. Ya no me asusta.

—Algo de eso nos habrí a ayudado mucho a Nathaniel y a mí, pero no se nos ocurrió. En nuestro medio no se usaba. Cuando la psicologí a se puso de moda, ya era tarde para nosotros.

De pronto dejaron de llegar las cajas de gardenias anó nimas que Alma recibí a los lunes, justamente cuando má s la habrí an alegrado, pero ella no dio señ ales de haberlo notado. Desde su ú ltima escapada, salí a muy poco. De no ser por Irina, Seth, Lenny y Cathy, que le sacudí an la inmovilidad, se habrí a recluido como una anacoreta. Perdió interé s en la lectura, las series de televisió n, el yoga, el huerto de Ví ctor Vikashev y otros afanes que antes llenaban sus horas. Comí a desganada y si Irina no hubiera andado pendiente, podrí a haber sobrevivido varios dí as con manzanas y té verde. A nadie le dijo que a menudo el corazó n se le disparaba, se le nublaba la vista y se confundí a con las tareas má s simples. Su vivienda, que antes se ajustaba como un guante a sus necesidades, aumentó de tamañ o, la disposició n de los espacios se alteró y cuando creí a estar frente al bañ o, salí a al pasillo del edificio, que se habí a alargado y enrollado de modo que le costaba dar con su propia puerta, todas eran iguales; el piso ondulaba y debí a apoyarse en las paredes para mantenerse de pie; los interruptores de luz cambiaban de lugar y no daba con ellos en la oscuridad; brotaban nuevos cajones y repisas, donde se traspapelaban los objetos cotidianos; las fotografí as se desordenaban en los á lbumes sin intervenció n humana. No encontraba nada, la empleada de la limpieza o Irina le escondí an las cosas.

Comprendí a que difí cilmente el universo estarí a jugá ndole tretas; lo má s probable serí a que le faltara oxí geno en el cerebro. Se asomaba a la ventana a hacer ejercicios respiratorios de acuerdo con un manual que sacó de la biblioteca, pero postergaba la visita al cardió logo, recomendada por Cathy porque seguí a fiel a su creencia de que dá ndoles tiempo, casi todos los achaques se curan solos.

Iba a cumplir ochenta y dos añ os, estaba vieja, pero se negaba a cruzar el umbral de la ancianidad. No pensaba sentarse a la sombra de los añ os con la vista fija en la nada y la mente en un pasado hipoté tico. Se habí a caí do un par de veces sin má s consecuencia que moretones; le habí a llegado la hora de aceptar que a veces la sostuvieran del codo para ayudarla a caminar, pero alimentaba con migajas los restos de vanidad y luchaba contra la tentació n de abandonarse a la pereza fá cil. Le horrorizaba la posibilidad de pasar al segundo nivel, donde no tendrí a privacidad y cuidadores mercenarios la asistirí an en sus necesidades má s personales. «Buenas noches, Muerte», decí a antes de dormirse, con la vaga esperanza de no despertar; serí a la manera má s elegante de irse, só lo comparable a dormirse para siempre en brazos de Ichimei despué s de haber hecho el amor. En realidad no creí a merecer ese regalo; habí a tenido una buena vida, no habí a razó n para que tambié n su fin lo fuera. Le habí a perdido el miedo a la muerte hací a treinta añ os, cuando llegó como una amiga a llevarse a Nathaniel. Ella misma la habí a llamado y se lo entregó en los brazos. A Seth no le hablaba de eso, porque la acusaba de morbosidad, pero con Lenny era tema recurrente; pasaban ratos largos especulando sobre las posibilidades del otro lado, la eternidad del espí ritu y los inofensivos espectros que los acompañ aban. Con Irina podí a hablar de cualquier cosa, la chica sabí a escuchar, pero a su edad todaví a tení a la ilusió n de la inmortalidad y no podí a relacionarse cabalmente con los sentimientos de quienes han recorrido casi todo su camino. La muchacha no podí a imaginar el coraje que se requiere para envejecer sin asustarse demasiado; su conocimiento de la edad era teó rico. Tambié n era teó rico lo que se publicaba sobre la llamada tercera edad, todos esos libracos sabihondos y manuales de autoayuda de la biblioteca, escritos por gente que no era vieja. Incluso las dos psicó logas de Lark House era jó venes. ¿ Qué sabí an ellas, por muchos diplomas que tuvieran, de todo lo que se pierde? Facultades, energí a, independencia, lugares, gente. Aunque en verdad, ella no echaba de menos a la gente, só lo a Nathaniel. A su familia la veí a lo suficiente y agradecí a que no la visitaran demasiado. Su nuera opinaba que Lark House era un depó sito de ancianos comunistas y marihuaneros. Preferí a comunicarse con ellos por telé fono y verlos en el terreno má s có modo de Sea Cliff o de los paseos, cuando tení an a bien llevarla. No podí a quejarse, su pequeñ a familia, compuesta solamente por Larry, Doris, Pauline y Seth, nunca le habí a fallado. Ella no podí a contarse entre los viejos abandonados, como tantos que la rodeaban en Lark House.

No pudo seguir postergando la decisió n de cerrar el taller de pintura, que habí a mantenido por Kirsten. Le explicó a Seth que su asistente tení a algunas limitaciones intelectuales, pero habí a trabajado con ella durante muchos añ os, era el ú nico empleo que Kirsten habí a tenido en su vida, y siempre cumplió con sus deberes de forma irreprochable. «Debo protegerla, Seth, es lo menos que puedo hacer por ella, pero no tengo fuerzas para lidiar con los detalles, eso te corresponde a ti, por algo eres abogado», dijo. Kirsten contaba con seguro, una pensió n y sus ahorros; Alma le habí a abierto una cuenta y le habí a depositado cada añ o una cantidad para emergencias, pero no se habí a presentado ninguna y esos fondos estaban bien invertidos. Seth se puso de acuerdo con el hermano de Kirsten para asegurarle el futuro econó mico y con Hans Voigt para que empleara a Kirsten de ayudante de Catherine Hope en la clí nica del dolor. Las dudas del director para contratar a una persona con sí ndrome de Down se disiparon apenas le aclararon que no tendrí a que asignarle un sueldo; Kirsten estarí a becada en Lark House por los Belasco.

 



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