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Tijuana
En los meses benditos de 1955 en que Alma e Ichimei pudieron amarse libremente en el miserable motel de Martí nez, ella le confesó que era esté ril. Má s que una mentira, fue un deseo, una ilusió n. Lo hizo para preservar la espontaneidad entre las sá banas, porque confiaba en un diafragma para evitar sorpresas y porque su menstruació n habí a sido siempre tan irregular que el ginecó logo, donde su tí a Lillian la llevó en un par de ocasiones, le diagnosticó quistes en los ovarios que afectarí an su fertilidad. Como tantas otras cosas, Alma postergó la operació n, ya que la maternidad era la ú ltima de sus prioridades. Supuso que ella má gicamente no iba a quedarse encinta en esa etapa de su juventud. Esos accidentes le pasaban a mujeres de otra clase, sin educació n ni recursos. No se dio cuenta de su estado hasta la dé cima semana, porque no llevaba la cuenta de sus ciclos y, cuando lo supo, confió en la suerte durante dos semanas má s. Tal vez era un error de cá lculo, pensó; pero si se trataba de lo má s temible, con ejercicio violento se resolverí a solo; empezó a ir a todos lados en bicicleta, pedaleando con furia. Verificaba a cada rato si habí a sangre en su ropa interior y su angustia iba aumentando con los dí as, pero siguió acudiendo a las citas con Ichimei y haciendo el amor con la misma frené tica ansiedad con que pedaleaba cerro arriba y cerro abajo. Finalmente, cuando no pudo seguir dejando de lado los senos hinchados, las ná useas matinales y los sobresaltos de la ansiedad, no recurrió a Ichimei, sino a Nathaniel, como habí a hecho desde que eran niñ os. Para evitar el riesgo de que los tí os se enteraran, lo fue a ver al Estudio Jurí dico Belasco y Belasco, la misma oficina en la calle Montgomery que existí a desde los tiempos del patriarca, inaugurada en 1920, con sus muebles solemnes y estanterí as de volú menes legales empastados en cuero verde oscuro, un mausoleo de la ley, donde las alfombras persas ahogaban los pasos y se hablaba en susurros confidenciales. Nathaniel estaba detrá s de su escritorio, en mangas de camisa, con la corbata suelta y el pelo revuelto, rodeado de pilas de documentos y libracos abiertos, pero al verla se adelantó de inmediato a abrazarla. Alma escondió la cara contra su cuello, profundamente aliviada de poder descargar su drama en ese hombre que nunca le habí a fallado. «Estoy embarazada», fue todo lo que atinó a decirle. Sin soltarla, Nathaniel la llevó al sofá y se sentaron al lado el uno de la otra. Alma le habló del amor, del motel y de có mo el embarazo no era culpa de Ichimei, sino de ella, que si Ichimei lo supiera, seguramente insistirí a en casarse y asumir la responsabilidad de la criatura; pero ella lo habí a pensado bien y carecí a de valor para renunciar a lo que siempre habí a tenido y convertirse en la mujer de Ichimei; lo adoraba, pero sabí a que las desventajas de la pobreza acabarí an con su amor. Frente a la disyuntiva de elegir entre una vida de dificultades econó micas en la comunidad japonesa, con la que no tení a nada en comú n, o permanecer protegida en su propio ambiente, la vencí a el miedo a lo desconocido; su debilidad la avergonzaba, Ichimei merecí a amor incondicional, era un hombre maravilloso, un sabio, un santo, un alma pura, un amante delicado y tierno en cuyos brazos se sentí a dichosa, dijo en un rosario de frases atropelladas, soná ndose la nariz para no llorar, tratando de mantener cierta dignidad. Agregó que Ichimei viví a en un plano espiritual, que siempre iba a ser un sencillo jardinero en vez de desarrollar su enorme talento artí stico o procurar que su vivero de flores fuera un gran negocio; nada de eso, no aspiraba a má s, le bastaba con ganar lo suficiente para mantenerse, le importaban un bledo la prosperidad o el é xito, lo suyo era la meditació n y la serenidad, pero eso no se come y ella no iba a formar una familia en una casucha de tablas con techo de metal corrugado y vivir entre agricultores con una pala en las manos. «Lo sé, Nathaniel, perdó name, me lo advertiste mil veces y no te hice caso, tení as razó n, siempre tienes razó n, ahora veo que no puedo casarme con Ichimei, pero tampoco puedo renunciar a amarlo, sin é l me secarí a como una planta en el desierto, me morirí a, y de ahora en adelante pondré má s cuidado, vamos a tomar precauciones, esto no volverá a ocurrir, te lo prometo, Nathaniel, te lo juro»; y siguió hablando y hablando sin pausa, atorada de excusas y de culpa. Nathaniel la escuchó sin interrumpir hasta que a ella se le acabó el aire para seguir lamentá ndose y la voz se le adelgazó a un murmullo. —A ver si te entiendo, Alma. Está s embarazada y no piensas decí rselo a Ichimei… —resumió Nathaniel. —No puedo tener un hijo sin casarme, Nat. Tienes que ayudarme. Eres el ú nico a quien puedo recurrir. —¿ Un aborto? Es ilegal y peligroso, Alma. No cuentes conmigo. —Escú chame, Nat. Lo he averiguado bien, es seguro, sin riesgo y costarí a só lo cien dó lares, pero tienes que acompañ arme, porque es en Tijuana. —¿ Tijuana? El aborto tambié n es ilegal en Mé xico, Alma. ¡ Esto es una locura! —Aquí es mucho má s peligroso, Nat. Allá hay mé dicos que lo hacen en las narices de la policí a, a nadie le importa. Alma le mostró un trozo de papel con un nú mero de telé fono y le explicó que ya habí a hecho la llamada para hablar con un tal Ramó n en Tijuana. Le respondió un hombre en pé simo inglé s, que le preguntó quié n la enviaba y si sabí a las condiciones. Ella le dio el nombre del contacto, le aseguró que llevarí a el dinero en efectivo, y acordaron que al cabo de dos dí as é l pasarí a a buscarla en su coche, a las tres de la tarde, en una determinada esquina de esa ciudad. —¿ Le dijiste a ese Ramó n que irá s acompañ ada por un abogado? —le preguntó Nathaniel, aceptando tá citamente el papel que ella le habí a asignado. Partieron al dí a siguiente a las seis de la mañ ana en el Lincoln negro de la familia, que se prestaba mejor para un viaje de quince horas que el deportivo de Nathaniel. Al principio é ste, furioso y atrapado, guardó un silencio hostil, la boca apretada, el ceñ o fruncido, las manos engarfiadas en el volante y la vista fija en la carretera, pero la primera vez que Alma le pidió que se detuviera en una parada de camioneros para ir al bañ o, se ablandó. La joven permaneció media hora en el lavabo y cuando é l estaba a punto de ir a buscarla, la vio regresar descompuesta al automó vil. «Vomito por la mañ ana, Nat, pero despué s se me pasa», le explicó. El resto del camino é l trató de distraerla y acabaron cantando las canciones má s pegajosas de Pat Boone, las ú nicas que conocí an, hasta que ella, agotada, se pegó a é l, apoyó la cabeza en su hombro y dormitó a ratos. En San Diego se detuvieron en un hotel para comer y descansar. El recepcionista supuso que estaban casados y les dio una habitació n con cama de matrimonio, donde se acostaron tomados de la mano, como en la infancia. Por primera vez en varias semanas Alma durmió sin pesadillas, mientras Nathaniel permanecí a despierto hasta el amanecer, aspirando el olor a champú del cabello de su prima, pensando en los riesgos, dolido y nervioso como si é l fuera el padre de la criatura, imaginando las repercusiones, arrepentido por haber aceptado esa aventura indigna en vez de sobornar a un mé dico en California, donde todo se puede conseguir por el precio adecuado, igual que en Tijuana. Con la primera luz del dí a en la rendija de las cortinas lo venció el cansancio y ya no despertó hasta las nueve, cuando oyó las arcadas de Alma en el bañ o. Se dieron tiempo para cruzar la frontera, con las demoras previsibles, y acudir a la cita con Ramó n. Mé xico les salió al encuentro con los tó picos conocidos. No habí an estado en Tijuana y esperaban un pueblo adormilado, pero se hallaron en una ciudad inabarcable, estridente y colorista, atestada de gente y trá fico, donde buses destartalados y automó viles modernos se rozaban con carretas y burros. El comercio ofrecí a en el mismo local comestibles mexicanos y electrodomé sticos americanos, zapatos e instrumentos musicales, repuestos mecá nicos y muebles, pá jaros en jaulas y tortillas. El ambiente olí a a fritanga y basura, vibraba con la mú sica popular, los predicadores evangé licos y los comentarios de fú tbol de las radios de bares y taquerí as. Les costó orientarse: muchas calles no tení an nombre o nú meros y debí an preguntar cada tres o cuatro cuadras, pero no entendí an las instrucciones en españ ol, que casi siempre consistí an en un gesto vago en cualquier direcció n y un «ahí a la vueltecita no má s». Cansados, estacionaron el Lincoln cerca de una gasolinera y siguieron a pie hasta dar con la esquina de la cita, que resultó ser la intersecció n de cuatro calles concurridas. Esperaron tomados del brazo, ante el escrutinio descarado de un perro solitario y un grupo de chiquillos harapientos que pedí an limosna. La ú nica indicació n que habí an recibido, aparte del nombre de una de las calles que formaban la esquina, era una tienda de trajes de primera comunió n e imá genes de ví rgenes y santos cató licos, con el nombre incongruente de Viva Zapata. A los veinte minutos de espera Nathaniel decidió que habí an sido engañ ados y debí an volverse, pero Alma le recordó que la puntualidad no era una de las caracterí sticas de ese paí s y entró a Viva Zapata. Gesticulando, pidió prestado un telé fono y llamó al nú mero de Ramó n, que sonó nueve veces antes de que respondiera una voz de mujer en españ ol, con quien no pudo entenderse. Cerca de las cuatro de la tarde, cuando Alma ya habí a aceptado irse, se detuvo en la esquina el Ford 1949 color guisante, con las ventanillas traseras oscuras, que Ramó n habí a descrito. Instalados en los asientos delanteros vieron a dos hombres, un joven marcado de viruela, con jopo y frondosas patillas, que iba al volante, y otro que se bajó para dejarlos entrar, porque el coche só lo tení a dos puertas. Se presentó como Ramó n. Tení a treinta y tantos añ os, bigote relamido, pelo engominado peinado hacia atrá s, camisa blanca, vaqueros y botas en punta con tacó n. Ambos estaban fumando. «El dinero», exigió el de bigote tan pronto entraron en el coche. Nathaniel se lo entregó, é l lo contó y se lo metió en el bolsillo. Los hombres no intercambiaron ni una palabra en el trayecto, que a Alma y Nathaniel les pareció largo; estaban seguros de que estaban dando vueltas y má s vueltas para despistarlos, una precaució n de má s, ya que ellos no conocí an la ciudad. Alma, aferrada a Nathaniel, pensaba en có mo habrí a sido esa situació n si hubiera estado sola, mientras Nathaniel temí a que esos hombres, que ya tení an el dinero, bien podrí an darles un tiro y arrojarlos a un barranco. No habí an dicho a nadie adó nde iban y pasarí an semanas o meses antes de que la familia supiera qué les habí a sucedido. Al fin el Ford se detuvo y les indicaron que esperaran, mientras el joven de las patillas se dirigí a a la casa y el otro vigilaba el coche. Estaban frente a una casa de construcció n barata similar a otras en la misma calle, en un barrio que a Nathaniel le pareció pobre y sucio, pero no podí a juzgarlo con los pará metros de San Francisco. Un par de minutos má s tarde regresó el joven. Ordenaron a Nathaniel que bajara, lo cachearon de arriba abajo e hicieron ademá n de cogerlo de un brazo para conducirlo, pero é l se separó bruscamente y los encaró con una maldició n en inglé s. Sorprendido, Ramó n le hizo un gesto conciliador. «Calma, cuate, no pasa nada», y se rió, luciendo un par de dientes de oro. Le ofreció un cigarrillo, que Nathaniel aceptó. El otro ayudó a bajarse a Alma del automó vil y entraron en la casa, que no era el antro de forajidos que temí a Nathaniel, sino un modesto hogar de familia, con techo bajo, ventanas pequeñ as, caluroso y oscuro. En la sala habí a dos niñ os tirados en el suelo jugando con soldaditos de plomo, una mesa con sillas, un sofá cubierto de plá stico, una pretenciosa lá mpara con flecos y un refrigerador ruidoso como motor de lancha. Desde la cocina les llegaba olor a cebolla frita y podí an ver a una mujer vestida de negro revolviendo algo en una sarté n, que mostró tan poca curiosidad por los recié n llegados como los niñ os. El joven señ aló una silla a Nathaniel y se fue a la cocina, mientras Ramó n guiaba a Alma por un corto pasillo hacia otro cuarto con un sarape colgado del umbral a modo de puerta. —¡ Espere! —lo detuvo Nathaniel—. ¿ Quié n hará la intervenció n? —Yo —replicó Ramó n, quien por lo visto era el ú nico que hablaba algo de inglé s. —¿ Sabe de medicina? —le preguntó Nathaniel, fijá ndose en las manos de uñ as largas y barnizadas del hombre. Otra vez la risa simpá tica y el brillo del oro, nuevos gestos tranquilizadores, un par de frases chapurreadas explicando que é l tení a mucha experiencia y el asunto llevarí a menos de quince minutos, ningú n problema. «¿ Anestesia? No, mano, aquí no tenemos nada de eso, pero esto ayuda», y le pasó a Alma una botella de tequila. Como ella vacilara, ojeando la botella con desconfianza, Ramó n se tomó un largo trago, limpió el gollete con la manga y se la ofreció de nuevo. Nathaniel vio la expresió n de pá nico en el rostro pá lido de Alma y en un instante tomó la decisió n má s importante de su vida. —Nos arrepentimos, Ramó n. Vamos a casarnos y tener al bebé. Puede quedarse con el dinero. Alma tendrí a muchos añ os por delante para desmenuzar concienzudamente sus actos de 1955. Ese añ o aterrizó en la realidad y fueron inú tiles sus maniobras para atenuar la vergü enza insuperable que la agobiaba, vergü enza por la estupidez de quedar preñ ada, por amar a Ichimei menos que a sí misma, por su terror a la pobreza, por ceder a la presió n social y a los prejuicios de raza, por aceptar el sacrificio de Nathaniel, por no estar a la altura de la amazona moderna que fingí a ser, por su cará cter pusilá nime, convencional y media docena má s de epí tetos con los que se castigaba. Era consciente de que habí a evitado el aborto por miedo al dolor y a morir por hemorragia o infecció n, pero no por respeto al ser que se gestaba en su interior. Volvió a examinarse ante el gran espejo de su armario, pero no encontró a la Alma de antes, la muchacha atrevida y sensual que verí a Ichimei si estuviera allí, sino a una mujer cobarde, veleidosa y egoí sta. Las excusas eran inú tiles, nada mitigaba la sensació n de haber perdido la dignidad. Añ os despué s, cuando amar a alguien de otra raza o tener hijos sin casarse se puso de moda, Alma admitirí a para sus adentros que su prejuicio má s enraizado era el de clase social, que nunca logró superar. A pesar del agobio de ese viaje a Tijuana, que destruyó la ilusió n del amor y la humilló hasta el punto de que su refugio habrí a de ser un monumental orgullo, nunca cuestionó su decisió n de ocultarle la verdad a Ichimei. Confesar habrí a significado exponerse en toda su cobardí a. Al volver de Tijuana, citó a Ichimei a una hora má s temprana de lo habitual en el motel de siempre. Acudió altanera y pertrechada con mentiras, pero llorando por dentro. Ichimei llegó antes que ella por primera vez. La estaba esperando en uno de esos cuartos roñ osos, reino de las cucarachas, que ellos iluminaban con la llama del amor. Llevaban cinco dí as sin verse y varias semanas durante las que algo turbio empañ aba la perfecció n de sus encuentros, algo amenazante que Ichimei sentí a que los envolví a como una densa neblina, pero que ella descartaba frí volamente, acusá ndolo de desvariar por los celos. Ichimei notaba algo diferente en ella, estaba ansiosa, hablaba demasiado y muy rá pido, en cuestió n de minutos le cambiaba el humor y pasaba de la coqueterí a y los mimos a un silencio taimado o una rabieta inexplicable. Se estaba alejando emocionalmente, no le cabí a duda, aunque su brusca pasió n y su vehemencia para alcanzar el orgasmo una y otra vez indicaban lo contrario. A veces, cuando descansaban abrazados despué s de hacer el amor, ella tení a las mejillas hú medas. «Son lá grimas de amor», decí a, pero a Ichimei, que jamá s la habí a visto llorar, le parecí an lá grimas de desilusió n, igual que las acrobacias sexuales le parecí an un intento de distraerlo. Con su atá vica discreció n procuró averiguar qué le pasaba a Alma, pero ella respondí a a sus preguntas con una risa burlona o provocaciones de ramera, que, aunque fueran en broma, a é l le molestaban. Alma se escabullí a como lagartija. En esos cinco dí as de separació n, que ella justificó con un viaje obligado con la familia a Los Á ngeles, Ichimei entró en uno de sus perí odos de ensimismamiento. Esa semana continuó labrando la tierra y cultivando flores con la abnegació n habitual, pero sus movimientos eran los de un hombre hipnotizado. Su madre, que lo conocí a mejor que nadie, se abstuvo de hacerle preguntas y llevó ella misma la cosecha a las floristerí as de San Francisco. En silencio y quietud, inclinado sobre las plantas, con el sol en la espalda, Ichimei se abandonó a sus presentimientos, que rara vez lo engañ aban. Alma lo vio en la luz de ese cuarto de alquiler, tamizada por las raí das cortinas, y volvió a sentir en las entrañ as el desgarro de la culpa. Por un instante muy breve odió a ese hombre, que la obligaba a enfrentarse a la versió n má s despreciable de sí misma, pero de inmediato volvió esa oleada de amor y deseo que siempre padecí a en su presencia. Ichimei, de pie junto a la ventana, esperá ndola, con su inconmovible fortaleza interior, su falta de vanidad, su ternura y delicadeza, su expresió n serena; Ichimei, con su cuerpo de madera, sus cabellos duros, sus dedos verdes, sus ojos cariñ osos, su risa que brotaba de lo má s profundo, su manera de hacerle el amor como si fuera la ú ltima vez. No pudo mirarlo a la cara y fingió un ataque de tos para ahogar la zozobra que la quemaba por dentro. «¿ Qué pasa, Alma?», le preguntó Ichimei, sin tocarla. Y entonces ella le soltó el discurso preparado con esmero de leguleya sobre có mo lo amaba y lo amarí a el resto de sus dí as, pero que esa relació n carecí a de futuro, era imposible, que la familia y los amigos empezaban a sospechar y a hacer preguntas, que ellos provení an de mundos muy diferentes y cada uno debí a aceptar su destino, que habí a decidido proseguir sus estudios de arte en Londres y tendrí an que separarse. Ichimei recibió la andanada con la firmeza de quien se ha preparado para ello. Un largo silencio siguió a las palabras de Alma y en esa pausa ella imaginó que podí an hacer el amor desesperadamente una vez má s, una despedida ardiente, un ú ltimo regalo de los sentidos antes de darle un tijeretazo final a la ilusió n que habí a cultivado desde las caricias atolondradas en el jardí n de Sea Cliff en la infancia. Empezó a desabotonarse la blusa, pero Ichimei la detuvo con un gesto. —Comprendo, Alma —dijo. —Perdó name, Ichimei. He imaginado mil locuras para seguir juntos; por ejemplo, disponer de un refugio donde amarnos, en vez de este motel asqueroso, pero sé que es imposible. Ya no puedo má s con este secreto, me está destrozando los nervios. Debemos separarnos para siempre. —Para siempre es mucho tiempo, Alma. Creo que volveremos a encontrarnos en mejores circunstancias o en otras vidas —dijo Ichimei procurando mantener su ecuanimidad, pero una helada tristeza le desbordó el corazó n, quebrá ndole la voz. Se abrazaron desamparados, hué rfanos de amor. A Alma se le doblaron las rodillas y estuvo a punto de derrumbarse contra el pecho firme de su amante, de confesarle todo, hasta lo má s recó ndito de su vergü enza, de suplicarle que se casaran y vivieran en una choza y criaran hijos mestizos y prometerle que serí a una esposa sumisa y renunciarí a a sus pinturas en seda y al bienestar de Sea Cliff y al futuro esplendoroso que le correspondí a por nacimiento, renunciarí a a mucho má s só lo por é l y por el amor excepcional que los uní a. Tal vez Ichimei adivinó todo aquello y tuvo la bondad de impedirle esa mortificació n cerrá ndole la boca con un beso casto y breve. Sin soltarla, la condujo a la puerta y de allí a su automó vil. La besó una vez má s en la frente y se dirigió a su camioneta de la jardinerí a, sin volverse para una ú ltima mirada.
11 de julio de 1969 Nuestro amor es inevitable, Alma. Lo supe siempre, pero durante añ os me rebelé contra eso y traté de arrancarte de mi pensamiento, ya que nunca podrí a hacerlo de mi corazó n. Cuando me dejaste sin darme razones no lo entendí. Me sentí engañ ado. Pero en mi primer viaje a Japó n tuve tiempo de calmarme y acabé por aceptar que te habí a perdido en esta vida. Dejé de hacerme inú tiles conjeturas sobre lo que habí a pasado entre nosotros. No esperaba que el destino volviera a juntarnos. Ahora, despué s de catorce añ os alejados, habiendo pensado en ti cada dí a de esos catorce añ os, comprendo que nunca seremos esposos, pero tampoco podemos renunciar a lo que sentimos tan intensamente. Te invito a vivir lo nuestro en una burbuja, protegido del roce del mundo y preservado intacto, por el resto de nuestras vidas y má s allá de la muerte. De nosotros depende que el amor sea eterno. Ichi
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