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Seth Belasco






Alma Belasco disfrutaba su desayuno sin prisa, veí a las noticias en la televisió n y despué s se iba a clase de yoga o a caminar una hora. Al regresar se duchaba, se vestí a y cuando calculaba que iba a llegar la encargada de la limpieza escapaba a la clí nica a ayudar a su amiga Cathy. El mejor tratamiento para el dolor era mantener a los pacientes entretenidos y movié ndose. Cathy siempre necesitaba voluntarios en la clí nica y le habí a pedido a Alma que diera clases de pintura en seda, pero eso requerí a espacio y materiales que allí nadie podí a costear. Cathy se negó a aceptar que Alma corriera con todos los gastos, porque no serí a bueno para la moral de los participantes, a nadie le gusta ser objeto de caridad, como dijo. En vista de eso, Alma echaba mano de su antigua experiencia en el desvá n de Sea Cliff con Nathaniel e Ichimei, para improvisar obras teatrales que no costaban dinero y provocaban tempestades de risa. Tres veces por semana iba a su taller a pintar con Kirsten. Rara vez usaba el comedor de Lark House, preferí a cenar en los restaurantes del barrio, donde la conocí an, o en su apartamento, cuando su nuera le enviaba con el chofer alguno de sus platos preferidos.

Irina mantení a lo indispensable en la cocina: fruta fresca, avena, leche, pan integral, miel. A ella le tocaba tambié n clasificar papeles, tomar dictado, ir de compras o a la lavanderí a, acompañ ar a Alma a sus diligencias, ocuparse del gato, del calendario y de organizar la escasa vida social. Con frecuencia, Alma y Seth la invitaban al almuerzo dominical obligatorio de Sea Cliff, cuando la familia rendí a pleitesí a a la matriarca. Para Seth, que antes recurrí a a toda suerte de pretextos para llegar a la hora del postre, ya que la idea de faltar ni siquiera se le ocurrí a a é l, la presencia de Irina pintaba la ocasió n de brillantes colores. Seguí a persiguié ndola con tenacidad, pero como los resultados dejaban mucho que desear, tambié n salí a con amigas del pasado dispuestas a soportar sus veleidades. Se aburrí a con ellas y no lograba provocar celos a Irina. Como decí a su abuela, para qué perder municiones en buitres; é se era otro de los dichos enigmá ticos que circulaban entre los Belasco. Para Alma esas reuniones familiares comenzaban con la alegre ilusió n de ver a los suyos, especialmente a su nieta Pauline, ya que a Seth lo veí a a menudo, pero muchas veces terminaban por ser un plomazo, porque cualquier tema serví a de pretexto para enojarse, no por falta de cariñ o, sino por el mal há bito de discutir por tonterí as. Seth buscaba motivos para desafiar o escandalizar a sus padres; Pauline aparecí a entregada a alguna causa, que explicaba en detalle, como la mutilació n genital o los mataderos de animales; Doris se esmeraba en ofrecer sus mejores experimentos culinarios, verdaderos banquetes, y solí a acabar llorando en su pieza, porque nadie los apreciaba, mientras el bueno de Larry hací a malabarismos para evitar roces. La abuela usaba a Irina para mitigar las tensiones, ya que los Belasco se comportaban civilizadamente delante de extrañ os, aunque se tratara de una insignificante empleada de Lark House. A la muchacha la mansió n de Sea Cliff le parecí a de un lujo extravagante, con sus seis dormitorios, dos salones, biblioteca tapizada de libros, escalera doble de má rmol y un jardí n palaciego. No percibí a el lento deterioro de casi un siglo de existencia, que la militante vigilancia de Doris apenas lograba mantener bajo control el ó xido en las rejas ornamentales, las ondulaciones del piso y las paredes, que habí an soportado un par de terremotos, las baldosas resquebrajadas y las huellas de termitas en las maderas. La casa se erguí a en un sitio privilegiado sobre un promontorio entre el océ ano Pací fico y la bahí a de San Francisco. Al amanecer, la espesa niebla que llegaba rodando desde el mar, como una avalancha de algodó n, solí a ocultar por completo el puente del Golden Gate, pero se disipaba en el transcurso de la mañ ana y entonces aparecí a la esbelta estructura de hierro rojo contra el cielo salpicado de gaviotas, tan cerca del jardí n de los Belasco, que cabí a la ilusió n de tocarla con la mano.

Del mismo modo que Alma se convirtió en la tí a adoptiva de Irina, Seth hizo el papel de primo, porque no le resultó el papel de amante que deseaba. En los tres añ os que llevaban juntos, la relació n de los jó venes, fundada en la soledad de Irina, la pasió n mal disimulada de Seth y la curiosidad de ambos por Alma Belasco, se solidificó. Otro hombre menos tozudo y enamorado que Seth se habrí a dado por vencido hací a tiempo, pero é l aprendió a dominar su vehemencia y se adaptó al paso de tortuga impuesto por Irina. De nada le serví a apresurarse, porque al menor signo de intrusió n, ella retrocedí a, y despué s pasaban semanas antes de que é l recuperara el terreno perdido. Si se rozaban de forma casual, ella escamoteaba el cuerpo, y si é l lo hací a a propó sito, ella se alarmaba. Seth buscó en vano algo que justificara esa desconfianza, pero ella habí a sellado su pasado. A primera vista, nadie podí a imaginar el verdadero cará cter de Irina, que se habí a ganado el tí tulo de la empleada má s querida de Lark House con su actitud abierta y amable, pero é l sabí a que tras esa fachada se agazapaba una ardilla recelosa.

En esos añ os el libro de Seth fue adquiriendo forma sin gran esfuerzo por su parte, gracias al material que aportaba su abuela y la majaderí a de Irina. En Alma recayó la tarea de recopilar la historia de los Belasco, los ú nicos parientes que le quedaron despué s de que la guerra barriera a los Mendel de Polonia y antes de que su hermano Samuel resucitase. Los Belasco no se contaban entre las familias má s encumbradas de San Francisco, aunque sí entre las má s pudientes, pero podí an trazar sus orí genes hasta la fiebre del oro. Entre ellos, destacaba David Belasco, director y productor teatral, empresario y autor de má s de cien obras, que abandonó la ciudad en 1882 y triunfó en Broadway. El bisabuelo Isaac pertenecí a a la rama que se quedó en San Francisco, donde echó raí ces e hizo fortuna con un só lido bufete de abogados y buen ojo para invertir.

Como todos los varones de su estirpe, a Seth le tocó ser socio del bufete, aunque carecí a del instinto combativo de las generaciones anteriores. Se habí a graduado por obligació n y ejercí a el derecho porque los clientes le daban lá stima y no por confianza en el sistema judicial o por codicia. Su hermana Pauline, dos añ os menor, estaba mejor cualificada para aquel ingrato oficio, pero eso no lo eximí a a é l de sus deberes con la firma. Habí a cumplido treinta y dos añ os sin sentar cabeza, como le reprochaba su padre; seguí a dejando a su hermana los casos difí ciles, divirtié ndose sin fijarse en gastos y mariposeando con media docena de enamoradas transitorias. Pregonaba su vocació n de poeta y corredor de motos para impresionar a las amigas y asustar a sus padres, pero no pensaba renunciar a los ingresos seguros del bufete. No era cí nico, sino perezoso para el trabajo y alborotado para casi todo lo demá s. Fue el primer sorprendido cuando descubrió que se acumulaban pá ginas de un manuscrito en el maletí n donde debí a llevar documentos a los tribunales. Ese pesado maletí n de cuero color caramelo, con las iniciales de su abuelo grabadas en oro, era un anacronismo en plena é poca digital, pero Seth lo usaba suponiendo que tení a poderes sobrenaturales, ú nica explicació n posible para la multiplicació n espontá nea de su manuscrito. Las palabras surgí an solas en el vientre fé rtil del maletí n y paseaban tranquilamente por la geografí a de su imaginació n. Eran doscientas quince pá ginas escritas a borbotones, que no se habí a molestado en corregir porque su plan consistí a en contar lo que pudiera sonsacarle a su abuela, agregar aportes de su propia cosecha y despué s pagar a un escritor anó nimo y a un editor concienzudo para que dieran forma al libro y lo pulieran. Esas hojas no hubieran existido sin la insistencia de Irina en leerlas y su descaro para criticarlas, que lo obligaban a producir regularmente hornadas de diez o quince folios; así se iban sumando y así tambié n, sin proponé rselo, é l se iba convirtiendo en novelista.

Seth era el ú nico miembro de su familia que Alma echaba de menos, aunque no lo habrí a admitido. Si pasaban algunos dí as sin que é l llamara o la visitara, empezaba a ponerse de mal humor y pronto inventaba una excusa para convocarlo. El nieto no se hací a esperar. Llegaba como un ventarró n, con el casco de la moto bajo el brazo, los pelos disparados, las mejillas rojas y algú n regalito para ella y para Irina: alfajores de dulce de leche, jabó n de almendras, papel de dibujo, un ví deo de zombis en otra galaxia. Si no encontraba a la muchacha, su desilusió n era visible, pero Alma fingí a no darse cuenta. Saludaba a su abuela con una palmada en el hombro y ella respondí a con un gruñ ido, como habí an hecho siempre; se trataban como camaradas de aventura, con franqueza y complicidad, sin muestras de afecto, que consideraban kitsch. Conversaban largo y con la soltura de comadres chismosas: primero pasaban revista rá pidamente a las noticias del presente, incluyendo a la familia, y enseguida entraban de lleno en lo que realmente les atañ í a. Estaban eternizados en un pasado mitoló gico de episodios y ané cdotas improbables, é pocas y personajes anteriores al nacimiento de Seth. Con su nieto, Alma se revelaba como una narradora fantasiosa, evocaba intacta la mansió n de Varsovia, donde transcurrieron los primeros añ os de su existencia, con las sombrí as habitaciones de muebles monumentales y las empleadas de uniforme deslizá ndose a lo largo de las paredes sin levantar la vista, pero le agregaba un imaginario poni color trigo de crines largas que acabó convertido en estofado en los tiempos del hambre. Alma rescataba a los bisabuelos Mendel y les devolví a todo lo que se llevaron los nazis, los sentaba a la mesa de Pascua con los candelabros y cubiertos de plata, las copas francesas, la porcelana de Baviera y los manteles bordados por monjas de un convento españ ol. Era tal su elocuencia en los episodios má s trá gicos que Seth e Irina creí an estar con los Mendel camino a Treblinka; iban con ellos dentro del vagó n de carga entre cientos de infelices, desesperados y sedientos, sin aire ni luz, vomitando, defecando, agonizando; entraban con ellos, desnudos, en la cá mara del espanto, y desaparecí an con ellos en el humo de las chimeneas. Alma les hablaba tambié n del bisabuelo Isaac Belasco, de có mo murió en un mes de primavera, una noche en que cayó una tormenta de hielo que destruyó por completo su jardí n, y de có mo tuvo dos funerales, porque en el primero no cupo toda la gente que quiso presentarle sus respetos, centenares de blancos, negros, asiá ticos, latinos y otros que le debí an favores desfilaron en el cementerio y el rabino tuvo que repetir la ceremonia; y de la bisabuela Lillian, eternamente enamorada de su marido, que el mismo dí a en que se quedó viuda perdió la vista y anduvo en tinieblas los añ os que le quedaban, sin que los mé dicos atinaran a dar con la causa. Tambié n hablaba de los Fukuda y la evacuació n de los japoneses como de algo que la traumatizó en la infancia, sin destacar demasiado su relació n con Ichimei Fukuda.

 



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