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Mierda, coronel.






Se sobresaltó. «Sin malas palabras», dijo.

Alfonso se ajustó los anteojos a la nariz para examinar mejor los botines del coronel.

Es por los zapatos – dijo -. Está usted estrenando unos zapatos del carajo.

Pero se puede decir sin malas palabras - dijo el coronel, y mostró las suelas de sus botines de charol -. Estos monstruos tienen cuarenta añ os y es la primera vez que oyen una mala palabra.

«Ya está», gritó Germá n adentro, al tiempo con la campana del reloj. En la casa vecina una mujer golpeó la pared divisoria; gritó:

Dejen esa guitarra que todaví a Agustí n no tiene un añ o.

Estalló una carcajada.

Es un reloj.

Germá n salió con el envoltorio.

No era nada -dijo-. Si quiere lo acompañ o a la casa para ponerlo a nivel.

El coronel rehusó el ofrecimiento.

Iquest; Cuá nto te debo?

No se preocupe, coronel - respondió Germá n ocupando su sitio en el grupo-. En enero paga el gallo.

El coronel encontró entonces una ocasió n perseguida.

Te propongo una cosa - dijo.

Iquest; Qué?

Te regalo el gallo - examinó los rostros en contorno -. Les regalo el gallo a todos ustedes.

Germá n lo miró perplejo.

«Ya yo estoy muy viejo para eso», siguió diciendo el coronel. Imprimió a su voz una severidad convincente. «Es demasiada responsabilidad para mí. Desde hace dí as tengo la impresió n de que ese animal se está muriendo.»

No se preocupe, coronel - dijo Alfonso -. Lo que pasa es que en esta é poca el gallo está emplumando. Tiene fiebre en los cañ ones.

El mes entrante estará bien -confirmó Germá n.

De todos modos no lo quiero - dijo el coronel.

Germá n lo penetró con sus pupilas.

Dese cuenta de las cosas, coronel – insistió -. Lo importante es que sea usted quien ponga en la gallera el gallo de Agustí n.

El coronel lo pensó. «Me doy cuenta», dijo. «Por eso lo he tenido hasta ahora.» Apretó los dientes y se sintió con fuerzas para avanzar:

Lo malo es que todaví a faltan tres meses.

Germá n fue quien comprendió.

Si no es nada má s que por eso no hay problema - dijo.

Y propuso su fó rmula. Los otros aceptaron. Al anochecer, cuando entró a la casa con el envoltorio bajo el brazo, su mujer sufrió una desilusió n.

Nada - preguntó.


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